Cuando las calles respiran
Por Soledad Martínez Rodríguez
Últimamente estoy obsesionada con los niveles de ruido que soportamos en las ciudades. Quizás la cuarentena que me tocó vivir en España al comenzar la pandemia redefinió mis umbrales auditivos y mi valoración del ruido y del silencio cambió. De un día para otro las ciudades se detuvieron, literalmente, y nos quedamos ante un paisaje sonoro inédito. No se escuchaban motores ni neumáticos aplanando el asfalto, tampoco niños jugando en la plaza, ni personas conversando en las calles o bares. Me impactó que, al desaparecer el telón de fondo sonoro del tráfico vehicular, una diversidad de otros sonidos que suelo llamar “silencio” se hicieron audibles. Me pregunto si existirá una historia del silencio que describa cómo van cambiando los sonidos que identificamos como silencio: ¿qué hemos percibido como ruido y silencio en distintas épocas y lugares?
Vivo hace menos de un mes en Osorno, una ciudad al sur de Chile de aquellas que los cientistas sociales llamamos “ciudades intermedias”. Viven aquí alrededor de 200.000 personas. Hasta ahora siempre había vivido en grandes ciudades y confieso que tenía la fantasía de encontrar calles más tranquilas. Reconozco que el rugir de la ciudad es diferente, menos apabullante, pero aún así, hay calles con gran cantidad de tráfico vehicular y altos niveles de ruido. Esto concuerda con lo que he leído reiteradamente en la prensa: el parque automotriz en Osorno ha crecido de manera exponencial en la última década, un fenómeno que ha ocurrido también en buena parte de las ciudades intermedias del país. Quería vivir en una ciudad más silenciosa porque el silencio me permite habitar los lugares de otra manera, más placentera. Sin embargo, si cierro los ojos y me pregunto cómo siento Osorno, se me vienen al cuerpo la percepción del verde y del canto de los pájaros, pero también el ruido de los automóviles. Las dos primeras percepciones concuerdan con mis expectativas de encontrar una ciudad tranquila con un entorno más natural, una ilusión que quizás compartimos muchos de los que emigramos de las grandes urbes a ciudades más pequeñas. La tercera percepción desafía lo esperado y me hace repensar mis ensoñaciones sobre la vida cotidiana fuera de la metrópolis.
No he tenido la posibilidad de recorrer la ciudad a sus anchas porque la comuna ha estado bajo cuarentena desde que llegamos. La ciudad que percibo se limita a las pocas rutas que recorro al salir dos veces por semana (es lo que se nos permite), al correr en el horario elige vivir sano* y, también, a lo que veo, escucho, huelo y siento desde mi ventana**. A pesar de estas restricciones, la cantidad de autos que circula –y que escucho– es enorme y contrasta con las poquísimas personas que veo caminar.
Al andar por las calles, las sensaciones que generan en mi cuerpo el verde, los pájaros y los vehículos motorizados se disputan entre ellas los roles protagónicos de mi horizonte sensorial y generan una sinestesia particular. Entiendo el concepto sinestesia de una manera laxa como la combinación de las percepciones sensoriales en un determinado momento. En mi caso, el ruido de los autos coloniza las sinestesias posibles y jerarquiza mis percepciones; permea los colores, los otros sonidos o la luz. Todo se siente distinto con ese telón de fondo auditivo. El incesante rugir de los motores y el ruido oscilante que hacen los neumáticos al desplazarse sobre el asfalto colonizan mi paisaje sensorial. No es solo que esos ruidos afecten al resto de impresiones sensoriales, sino que las ahogan. Cuando por alguna razón el tráfico disminuye, lo siento en el cuerpo como un respiro, ya sea que camine por una calle más tranquila, que un semáforo de luz roja o sea día domingo y baje la cantidad de vehículos que circulan por las calles.
Desde mi ventana hago un experimento. Quiero capturar estos respiros y observar lo que ocurre en mi cuerpo cuando el ruido de los vehículos cesa. Para ello utilizo el registro de la cámara de video de mi móvil y grabo el paisaje que siento desde la ventana de mi departamento ubicado en un sexto piso. Para plasmar la subjetividad de mis percepciones me valgo de dos gestos. Cuando el ruido de los vehículos se detiene, levanto la cámara y enfoco el horizonte, la luz, los árboles, los pájaros. Cuando el ruido de los vehículos vuelve, dirijo la cámara hacia abajo, hacia la calle. El gesto de bajar la cámara y enfocar la calzada representa lo que me ocurre al escuchar el continuo pasar de vehículos que hegemoniza mis percepciones y, tal como la maleza no deja que otras plantas crezcan, ese ruido no deja que otras sensaciones surjan. Mi umbral sensorial se estrecha y desaparecen el horizonte, la luz, los árboles y el sonido de los pájaros. Por el contrario, el cese del ruido de los vehículos lo siento como un respiro que expande mi horizonte sensorial y mi atención se vuelca hacia el conjunto de estímulos antes silenciados. Cabe notar que este video fue grabado un día domingo en el que el tráfico vehicular es notoriamente menor. Ojalá puedan ver el video en este momento de la lectura.
A partir de este registro audiovisual comprendo que, para mí, escuchar o no el ruido del tráfico vehicular configura sinestesias marcadamente diferentes. Es algo similar a lo que nos cuenta Paz Concha en su columna a propósito del verde: un elemento en nuestro paisaje sensorial puede potenciar o constreñir el resto de nuestras percepciones del entorno. En su caso el verde potencia su vinculación sensorial con las calles que recorre***. En el mío, el ruido de los vehículos constriñe la manera en que el paisaje me afecta. La diversidad de sensaciones se apaga, la sinestesia se diluye y solo existe el pasar de los autos que me deja un poco ciega, un poco sorda, un poco insensible a los olores y a las sensaciones del viento, al frío y al calor. El ruido de los motores me anestesia, es un golpe sensorial que me embota y el resto de los estímulos languidecen. Cuando las calles respiran, en ese momento de calma, diversas sensaciones suben de volumen, se vuelven más intensas. Sin duda se configuran otras jerarquías sensoriales, pero me parece que ninguna hegemoniza la totalidad del horizonte sensitivo. Esos momentos duran hasta que la luz roja se vuelve verde y el ruido de los vehículos coloniza mi cuerpo una vez más.
*Para mayor ilustración, leer columna de Francisca Avilés.
** Leer columna de Miguel Ángel Aguilar.
*** Leer columna de Paz Concha.