El abrazo de las jacarandas

Por Laura Paniagua Arguedas

Realicé este ejercicio el lunes 12 de abril de 2021, en un redescubrir la ciudad, como parte de la invitación del taller "Movilidades y sensorialidades urbanas". Siendo estudiante costarricense con 4 años de vivir en la Ciudad de México, con poco tiempo de haberme mudado a la colonia Narvarte poniente, pues en ese momento llevaba 8 meses allí.

Cabe mencionar un poco del momento en que ocurrió el recorrido descrito. Entre diciembre de 2020 y enero de 2021 se tuvo el último semáforo rojo pandémico para dicha ciudad, lo que implicaba el cierre de muchas actividades. Por lo tanto, desde febrero se venía experimentando un despertar de la ciudad, frenado por el temor a los contagios y la apenas inicial aplicación de vacunas, la cual comenzó con los sectores de mayor edad.

Podríamos decir que durante la contingencia sanitaria mundial la Ciudad de México no se detuvo, pues sus actividades cotidianas, muchas ligadas a la subsistencia y la economía informal, se sostiene en la dinámica de vivir al día y conseguir el sustento diario con amplio esfuerzo. A pesar de ese movimiento interminable de personas, transportes, mercadería, sonidos, olores y sabores, había algo en el ambiente que nos hacía saber que otro ritmo, más lento, menos atropellado, más silencioso, se había impuesto para nuestro actuar cotidiano. Era como si intentáramos sostener las rutinas, pero con cierta precaución, casi preocupados por la tenebrosa aceleración sostenida por décadas, incuestionada y sin freno.

Los primeros meses del año 2021 observamos en los semáforos de las calles a gran cantidad de personas realizando actividades a cambio de monedas. En el barrio era común ver a mujeres indígenas con sus hijos lanzando al aire bolas de colores, niños y niñas creando con sus cuerpos acrobacias y piruetas o malabares con algún objeto, jóvenes tragafuegos lanzando llamas con sus bocas, muchachos lanzando cuchillos pesados al aire, padres con sus hijas vendiendo plantas o interpretando música con coloridas vestimentas llenas de plumas y sonajas, familias que realizaban bailes con trajes folclóricos de blanco, amarillos, verdes, y otros que interpretaban personajes, como el conocido Cantinflas.

Una ciudad terroríficamente encantadora, que con sus sonidos asemeja un latido constante, incansable, a veces ahogado, a veces enamorado, otras tantas vital. Desde mi cuarto en el apartamento 102, de un edificio de 4 niveles en la Colonia Narvarte, hasta la Alberca Olímpica Francisco Márquez, ubicada en División del Norte y Río Churubusco a 4 kms de allí. En este espacio tiempo corporalizamos un recorrido en bicicleta, abrazado por las jacarandas, árboles que tienes floración color lila en dicha ciudad entre los meses de febrero a abril.   


Alba

Es lunes y tengo una entrega de urgencia del trabajo de tesis, es un escrito, entonces me levanté temprano para avanzar en su elaboración. Me encuentro en mi habitación, sentada frente al escritorio y la computadora. Es reconfortante la tranquilidad de la madrugada, son pocos los sonidos que se escuchan, producto del reducido movimiento que hay en ese momento del día. Encendí la luz, lo cual le da a la habitación un tono amarillo encendido, bastante tranquilo a mi parecer. Cerca de las 6 am, ese silencio fue rompiéndose eventualmente por las alarmas de despertador de mis vecinos, que me recordaron el cambio de hora.

Tengo la persiana y la ventana corrediza entreabierta, por lo que percibo una brisa algo fría que me hace abrigarme, a las 7 am me sorprendió cómo llegaba a mis oídos el sonido constante, colectivizado y potente de muchas aves cantando al mismo tiempo. Este particular concierto ingresaba a la habitación por una pequeña apertura de la ventana.

Me muevo poco. Mi posición al monótona sobre el teclado comienza a generar punzadas en mis costados y espalda. A veces esas punzadas se sienten como llamaradas. Me detengo para desayunar, voy a la cocina y preparo unos huevos y tostadas de pan cuadrado con algo de mantequilla. Caliento agua para un té negro y me siento en el comedor del apartamento para disfrutarlo. Tuna, la perrita de mis amistades con quien vivo, me da la bienvenida y se interesa por mi comida; en un breve descuido se robó uno de los panes de mi desayuno, llevándoselo a su cama. Es una xoloitzcuintle con pelo, llena de energía y de ganas de jugar en todo momento.

Vuelvo a mi habitación y continúo trabajando hasta el medio día. Poco a poco la temperatura fue subiendo, en esta época del año las mañanas suelen ser frías al comienzo del día y luego, con el aparecer del sol hay más calor, aunque el apartamento donde alquilo y mi habitación son bastante fríos todo el año, pues no les da el sol directamente.


Rodar de la casa a la alberca Olímpica Francisco Márquez

Comencé a nadar en diciembre de 2020, cuando me enteré de que las albercas estaban abiertas y podíamos utilizarlas por el pago de una mensualidad. Elegí el horario de 1 a 2 de la tarde para las clases, pues comencé a nadar en invierno y pensé que era un horario en donde usualmente no hace tanto frío, como ocurre al inicio o al final del día.

Mi medio de transporte es la bicicleta. Adquirí una desde que llegué a México en 2017 y la utilizaba más para hacer ejercicio. Con la pandemia comencé a salir más con ella como medio para transportarme, pues no estaba utilizando ningún medio de transporte automotor público en la ciudad. Se trata de una bicicleta montañera, híbrida (es decir, la que mezcla elementos de bicis de ciudad y bicis de campo), puede resultar un poco pesada para mi tamaño, pues es número 24, pero fue la que me gustó y sentí más cómoda cuando la busqué en la calle San Pablo del centro histórico. Es de color azul con negro y tiene velocidades. La siento un poco grande para mi estatura, sobre todo al detenerme en los altos y bajar el pie que apenas               llega de puntas a la calle, pero logro manejarla bastante bien sin problemas y me gusta realmente moverme en ella.

Antes de salir de casa me coloco el traje de baño debajo de la ropa, esto para facilitar la entrada y aprovechar el tiempo de la clase. Llevo puesto casco y chaleco reflector sujeto a mi mochila, en donde llevo una toalla y ropa para cambiarme; es un bolso que coloco a mis espaldas, con dos maniguetas, es bastante espacioso, pero no resulta pesado. También suelo ponerme guantes, por una parte, para evitar que mis manos se quemen con el sol y, por otra parte, para protegerlas en caso de una caída.  

A las 12:10 md bajé dos niveles hasta el estacionamiento del edificio a buscar mi bicicleta, en ese momento estaban lavando el piso, el cual estaba empapado y se respiraba la humedad en el aire. En esta ocasión salí un poco antes de mi clase pues debía ir a las oficinas a hacer el pago de la mensualidad. Para salir usualmente llevo un control remoto que abre el portón vehicular, pero usualmente, Hugo, el vigilante, abre por mí ese acceso.

Subí la rampa que lleva a la calle y tomé hacia la izquierda en contravía unos pocos metros para virar nuevamente a la izquierda hacia avenida Universidad, para bajar luego por la calle Petén.

Al salir me recibe el sol, bastante calor y un aire seco. Comencé a pedalear rápidamente, pues pensaba que se me hacía tarde. Tengo varias rutas conocidas, y trato siempre de utilizar el camino por el cual no transitan autobuses, pues considero que una mayoría de los choferes de esas unidades, manejan de forma agresiva.

Al andar en bicicleta me convierto en un todo con la bici, pero también voy descubriendo la ciudad que se mueve, que cambia constantemente. Al rodar, en el asiento se apoyan mis nalgas, pero también los huesos de mi cadera de forma cómoda porque un amigo me regaló un asiento de gel. Mis pies se fusionan con los pedales e inyectan la energía al movimiento, pero todo mi cuerpo se mueve: la respiración activa, el sudor, el aire en mi cabello amarrado bajo el casco, pero que rosa mi rostro allí donde no cubren el tapabocas ni los lentes oscuros, mis brazos en el manubrio que dan dirección al movimiento, en conjunto con mi bici. Somos un solo cuerpo al viajar, por medio de la piel recibo toda la información de lo que ocurre a mi alrededor, a la vez que me comunico con mis fluidos y el aire. Los alcances potentes del tacto son profundamente amplios y diversos, hay tacto para registrar las superficies sobre las que me muevo en la bicicleta, en las diferentes temperaturas que encuentro en las calles, que cambian cuando hay sombra o árboles frondosos, también en las interacciones que tengo con elementos sonoros; los vehículos automotores a mi alrededor, el calor que generan, la velocidad a la que pasan a mi lado; las miradas se tocan, con peatones que cruzan una calle y a los que les doy el paso, con otros choferes que llevan prisa o quieren hacerse ver de forma agresiva, en este caso son miradas esquivas, distantes.

Algo que me encanta de este barrio son los árboles, sus calles tienen mucha vegetación, de diferentes tamaños y una variedad muy amplia, hay unos bastante longevos y otros más nuevos, algunos con flores otros cuyas hojas son las que dan una hermosura verde característica. Cada vez que salgo, es un deleite verlos y elijo algunas calles que tienen pasajes hermosos con mucho verde. Entre febrero y mayo las jacarandas florean en Ciudad de México y llenan de lila la ciudad, este momento es realmente hermoso y este barrio está lleno de jacarandas para mi deleite.

Esta ciudad es bastante plana, al menos en esta zona, por lo que tomo la vía sobre la calle, en esta ruta no hay ciclovías que me sean útiles, entonces viajo junto con los vehículos.  Conforme iba avanzando, sentía que debía cambiar la marcha de la bici para hacer el avance más rápido, aunque eso llevara a sentir presión en mis muslos que hacían más esfuerzo.

Por debajo de mi mascarilla de tela comienza la sudoración a acumularse y con el aire de la respiración se convierte en gotas que corren hacia abajo en mi cara. Siento el aire rosando mis brazos y piernas cuando aumento la velocidad.


En las ocasiones en las que viajo con más tiempo, trato de utilizar las calles de poco tránsito para tener oportunidad de viajar lento, sin presión ni riesgo, especialmente por los autobuses. En esta ocasión tomé la vía más corta, aunque igual sin tránsito de vehículos grandes. Después de Petén, crucé el Parque de los venados, para acortar el camino hacia la Avenida División del Norte. En el parque había niños y niñas jugando, algunos perros, personas vendiendo dulces y dibujos para colorear. La frescura que dan los árboles, con su sombra y movimiento por el viento marca una diferencia con los otros extremos del trayecto. En esta parte del recorrido los sonidos se transforman en las voces de quienes anuncian las ventas dentro del parque, el sonido de las ruedas de los patines, los golpes en las almohadillas de quienes entrenan boxeo, el correr de los perros en su sección del parque que levanta algunas polvaredas, los rines de mi bicicleta y las de otras que circulan por el lugar. El olor es seco, a veces a polvo otras tantas a comida. Me sorprende mucho cuánto come la gente en la calle en México y también cómo, a pesar de la pandemia, la gente sigue comiendo con confianza la comida callejera; logro divisar, por ejemplo, las ventas de chicharrones preparados, que son unos rectángulos de harina crujientes, sobre los que vierten salsas, tomate, aguacate, repollo, crema ácida, entre otros ingredientes.

Después de atravesar el parque, cuando tomo la Avenida División del Norte, siento bastante incomodidad. Es una vía de alto tránsito. Aunque cuenta con una ciclovía, siempre existen autos estacionados sobre ella, camiones de carga bajando mercadería, peatones esperando el autobús. Con toda seguridad puedo afirmar que en los meses en que utilicé esta vía, nunca pude transitar 50 metros consecutivos de la ciclovía sin que existiera algún obstáculo, principalmente automóviles estacionados.  Además, es una vía en la que se transita a gran velocidad. Por estas razones, intento utilizarla poco y acelerar el paso por ese trayecto, pues me hace sentir insegura y temerosa de un accidente; luego tomo “un atajo”, para salir por la parte de atrás de la alberca, donde se encuentra el estacionamiento y por allí ingresar a las instalaciones.

Se ingresa por un portón, que cuenta con una zona diferenciada para peatones y vehículos. Al llegar a la parte peatonal desciendo de mi bici y la conduzco hasta la zona cercana del acceso, allí un tapete con un líquido que parece detergente nos espera para pasar nuestros zapatos tenis por él, luego, una señora me toma la temperatura y me aplica alcohol en gel en las manos. Cerca de los torniquetes de acceso, amarro mi bicicleta con un candado al portón. Posteriormente, me acerco a una máquina que, retirando mi mascarilla, lee mis facciones y me autoriza a entrar en el horario de mi clase.


Rodar de la alberca a la casa

Adoro el agua. Es un grandísimo placer disfrutar de la alberca, que tiene una temperatura agradable siempre entre 28 y 30 grados centígrados. Disfrutar de un espacio como este para hacer natación es realmente reparador. Aunque al inicio de la clase, a veces llega un fuerte olor a perfume masculino proveniente de los vestidores, invade nuestra zona de ejercicio y es bastante molesto para mí, esta situación no parece importarle mucho a las demás personas de mi turno.


Estar en el agua suspende, es decir, hace sentir como que el piso deja de halarte con la fuerza de gravedad y permite “volar en el agua”, dicha suspensión es muy disfrutable en tiempos en los que las limitaciones a nuestras otras formas de movernos están a la orden del día debido a la situación de riesgos que trajo la pandemia. Me gusta suspender mi cuerpo, incluyendo los pensamientos intrusivos que tengo sobre el trabajo, las entregas y la tesis. Es un respiro, además de lo agradable que es sumergirse en los días más calurosos.

Luego de la clase nos permiten una ducha rápida y cambiar de ropa. Me pongo sobre la piel el bloqueador solar. Salgo de las instalaciones, suelto la bici y me dirijo hasta el portón caminando con mi bici al lado. Lo último que me coloco son los guantes.

Mi cabello suelto y mojado se maneja con libertad ante el viento que corre. Después de nadar es impresionante cómo el cuerpo se siente más liviano, la sensación es que se expande, además, las sensaciones del viaje de regreso a casa son muy distintas. Las vibraciones de la ciudad no golpean de la misma forma. También tengo la sensación de ir con calma, sin la prisa por “llegar a tiempo”. El intercambio con los sonidos, el aire, el rodamiento sobre el asfalto, las plantas y árboles que hay en el camino son muy placenteras por el paisaje que percibo, pero también recorre mi cuerpo una sensación de sed y hambre. El aire es muy placentero, porque se siente cómo hace crecer los pulmones.

Al regreso a casa, comienzo el viaje con el cielo nublado. Salgo tranquilamente por una calle cercana al estacionamiento que es muy poco transitada, me dirijo a una de las avenidas y allí espero a que cambie el semáforo. Mientras tanto una familia de personas baila con trajes coloridos y un gran parlante que emite música folklórica; sus trajes son blancos, con detalles amarillos y verdes; las mujeres con vestidos de enaguas largas y de muchos dobleces, los hombres con pantalón largo y camisa de manga corta. Son cuatro personas, con muy diversas edades, lo que hace pensar en una familia. Bailan, antes de que cambie el semáforo piden unas monedas y esperan la próxima luz roja. Cruzo un pequeño tramo para luego tomar una calle poco transitada. Este cruce es particularmente difícil porque circulan autobuses en ambos sentidos, pero lo logro sin problemas.

Un auto con música de reguetón a alto volumen avanza con gran estruendo después de detenerse en una esquina sobre el paso peatonal. Finalmente, a mitad de la cuadra siguiente se detiene y comienza a retroceder. Otro ciclista lo rebasa por el lado izquierdo. Lo rebaso yo también y continúo mi camino tratando de alejarme, porque no me dio confianza.  

Un par de cuadras más adelante escucho a una mujer con un organillo, su música es bastante desafinada y se encuentran silenciadas algunas notas. En una esquina en una cocina económica hace fila una decena de personas para comprar alimentos preparados pues se acerca la hora del almuerzo.

Pude observar varios árboles de jacaranda que en esta época se han poblado de hojas verdes que acompañan sus flores. El suelo bajo ellos se cubre de un color lila y la flor emite un olor particular cuando se humedece por las lluvias, a mí me recuerda el olor a orina.

Al regresar a casa dejé mi mochila con la ropa mojada y la bicicleta. Fui por recipientes y salí a comprar mi almuerzo.


Salir por el almuerzo

Al salir me topé de frente con un hombre que paseaba a su perro con quienes casi choco de frente. Comencé a caminar hacia la izquierda, el sol estaba pesado y hacía sentir calor. Al llegar a la esquina, me encontré con un puesto de venta de jugos y frutas, un embriagante olor a mango maduro me recibió. Crucé la calle y caminé hacia el comedor, allí solicité mi comida. Las personas mantenían una conversación sobre la fachada del edificio, una mujer mayor blanca esperaba su almuerzo sentada en una de las dos mesas del lugar. En la otra mesa un hombre recibía una milanesa en un plato con arroz. Yo me quedé a la orilla de la banqueta y vi cómo habían colocado un par de plantas en macetas en dicho lugar. Recibí mi almuerzo empacado en los recipientes que les facilité y me devolví a casa a disfrutar de una rica comida.


Conclusiones: Movernos con cuerpos expandidos

Este ejercicio de exploración ha facilitado un abordaje de las sensorialidades para una construcción sensible del conocimiento de los espacios urbanos.

Dos ideas que me gustaría recuperar de este trabajo: 1) la ciudad es una experiencia háptica y 2) la habitamos con cuerpos expandidos. De esta manera en el tacto se juega la conexión con el mundo, el habitar, el intercambio de información, sensaciones y también de desigualdades, al tiempo que nuestros cuerpos nunca son “masas” cerradas o con una forma definida, vivimos constantes cambios, intercambios, movimientos que no se detienen ni acaban en la piel. La riqueza de pensar los cuerpos en expansión permite desligarse de la visión estática del cuerpo, de la noción inanimada de la movilidad y de aquella que se traba en referentes corporales inanimados u objetuales.

Los cuerpos expandidos se hacen presentes en la ciudad, en diferentes momentos y actividades. Somos quienes usamos la bicicleta, también quienes llevan un coche de bebé, quienes intercambian información por medio de su teléfono móvil, ubican un lugar o rastrean una dirección con aplicaciones o utilizan silla de ruedas, prótesis o bastón: el movimiento solo es posible siendo cuerpos expandidos haciendo uso de elementos sensoriales.

Esto resulta de relevancia dado que vivimos en sociedades profundamente ocularcentristas, audiocentristas, cuerdistas y capacitistas.



Imagen 1 Jacarandas en flor, calle Mitla, Colonia Narvarte, Ciudad de México, 2021.


Fuente: Elaboración propia.


Imagen 2 Jacarandas en flor, calle Petén, Colonia Narvarte, Ciudad de México, 2021.




Fuente: Elaboración propia.



Imagen 3 Jacarandas en flor, Colonia Narvarte, Ciudad de México, 2021.


Fuente: Elaboración propia.


Esta imagen panorámica recupera esa sensación de viajar en la bicicleta por calles abrazadas por los árboles.