Hacer, entregar y recuperar un diario de registro
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 31 de julio de 2020)
Caminantes y sus diarios
¿Cómo se registra una caminata? ¿a qué escala? ¿quiénes podrían hacerlo? ¿de qué manera? Nos hicimos esas preguntas cuando quisimos relevar la caminata en el ámbito urbano. Queríamos saber qué les pasaba a otras y otros cuando caminan. Queríamos que caminantes de cualquier lugar de la ciudad contaran su experiencia cotidiana de andar a pie. Nada extraordinario, ningún hallazgo, solo que expresaran lo que quisieran respecto a los pasos que daban para cumplir las actividades que llenaban cada uno de sus días. ¿Para qué? no nos preocupó entonces. Nuestro «querer saber más» no se enmarcaba en una investigación académica sino en una preocupación ciudadana. ¿Será que otras también se visten pensando en qué caminarán media hora? ¿Irán cruzando como yo por los lugares sombreados? ¿Se detendrán en distintas épocas del año para tomar la misma foto frente a un árbol para saber cómo cambian sus colores?
El cuaderno de registro nació como una exploración sobre las maneras de contar historias móviles. Podríamos haber elegido otras: secuencias de fotos, grabadora de voz, videos. De alguna manera pensamos que sentarse a contar sería un buen ejercicio de selección. Un cuaderno de papel, algo así como un diario de vida, nos permitía preguntar y a la vez ser sorprendidas con respuestas impensadas.
Del diseño digital pasamos a la impresión y luego al armado. La mesa del comedor, un par de reglas y corta cartón. Ambas formadas en la carrera de arquitectura, contábamos con la familiaridad de los materiales y al cabo de un rato armamos una coherente cadena de producción del objeto. Ajustamos el plegado de las hojas y afinamos el pegado de las secciones del acordeón. Nos propusimos que los cuadernos tuvieran la belleza de un objeto atesorado, único, que fueran fáciles de llevar para que cada caminante pudiera completarlo cuando quisiera, que cada quien cuidara y sobre todo que lo devolviera. Era como un diario dispuesto a recibir pensamientos, emociones y representaciones de la ciudad de quienes caminan. Así nacieron cuadernos tamaño bolsillo, de alrededor de 12 páginas forrados en mapas antiguos.
Los primeros cuadernos se repartieron entre conocidas y conocidas de nuestras conocidas. El alcance de su distribución era el de nuestras redes pero por sobre todo el de nuestro cuerpo. Acordábamos con cada caminante un punto de reunión al que, generalmente, llegábamos caminando. Nos interceptábamos mutuamente en nuestras rutas cotidianas, una estación de metro, oficinas y las propias casas para entregar y luego recuperar los cuadernos que se debatían entre un préstamo y un regalo para ambas partes. A veces nos tocaba viajar lejos de nuestras rutinas, pero no queríamos perder a ningún caminante que quisiera contarnos su experiencia. Nos descubríamos entre repartidora y caminante tras una breve descripción física, la búsqueda ansiosa de un/a otro/a que también buscaba. El cuaderno en la mano. Era la señal precisa del intercambio. Nerviosismo y complicidad, encuentros breves que inevitablemente compartían frases del tipo «me gusta mucho caminar...», «siempre camino cuando...», «cada día camino desde...». En esta dinámica descubrimos la cantidad de intercambios que se hacen en las estaciones de metro. Entregas diversas de comida, objetos y otras categorías. El subsuelo se transformó en el punto inicial y final de muchas historias de caminantes de superficie.
Después de un par de semanas, los caminantes nos avisaban que habían terminado de completar sus cuadernos y agendábamos su devolución, generalmente en el mismo punto de encuentro. En esta ocasión ya había familiaridad. Ubicarse con la mirada desde lejos, beso en la mejilla, incluso preguntarnos si podían quedarse con el mapa que forraba el cuaderno «de recuerdo». Los descubrimientos a los que había incitado el cuaderno: «hasta ahora nunca había notado lo mucho que me gustaban los árboles en mi camino». Despedirse y someterse reiteradamente a la pregunta «y ahora ¿qué harán con los cuadernos?». Explicar que hasta ese momento solo estaba el «querer saber» pero que pronto esperábamos descubrirlo y comunicarlo.
Al recuperar cada cuaderno nuestra caminata de retorno tenía una fase de sonrojamiento y ansiedad. Es imposible no abrirlo en cuanto se deja atrás al caminante que lo protagoniza, explorarlo rápidamente, ver las partes que dejó vacías, en las que faltó espacio, si dibujó o escribió, los colores que usó, las notas que puso. Éstas últimas son generalmente las más increíbles y pudorosas. Historias de amor, visitas al terapeuta, la memoria de la ciudad, los recuerdos de la familia, el deseo del futuro. El listado de temas es largo y variable. Hay dimensiones físicas y emocionales que construyen la ciudad desde distintos flancos. Algunos son muy críticos mientras que otros son evocativos y constructivos. Nosotras mismas nos obligamos a registrar nuestras caminatas en cada uno de los cuadernos que diseñamos, para enfrentarnos al objeto y ver qué nos pasa cuando lo usamos como esta suerte de diario que te acompaña mientras caminas. Nos hemos dado cuenta que pocas veces lo sacamos mientras estamos caminando, pero que la mayoría de las veces viaja con nosotras en un bolsillo o en una cartera, más bien llegamos al destino y antes de olvidar lo que queremos decir lo anotamos. Nos preguntamos si nuestros caminantes hacen lo mismo.
Cuando nos sentamos a analizar los cuadernos, de forma inevitable abrimos tantos caminos como caminatas realizamos a diario. Trabajadores y estudiantes, mujeres, niñas han sido las grandes comunidades que hemos abordado hasta ahora con los cuadernos. Cada resultado es diferente y de una riqueza enorme. De esta manera ese inicial «querer saber» nos ha llevado espontáneamente al deseo de «querer hacer». Mientras trabajamos en lograrlo nos gusta creer que estamos reconquistando algo que habíamos perdido y que justamente estaba en lo que hacíamos simple y cotidianamente.