Atención distribuida
Podemos pensar en la dimensión sensorial del movimiento como un espacio que se manifiesta en la ensoñación; en el dejarse llevar por la plétora de colores, aromas, texturas y sonidos que nos inundan y pintan una imagen desordenada, pero evocadora, de nuestros trayectos. De hecho, al movernos por la ciudad nos entregamos a sentidos que nos sorprenden y de improviso nos secuestran. El olor atractivo de la comida callejera, el ruido molesto pero distante de un taladro, el ladrido repentino de un perro que nos pilla distraídos y nos asusta.
Los sentidos, sin embargo, también están puestos al servicio del viaje, como un recurso de atención que nos ayuda a hacer sentido de lo que ocurre a nuestro alrededor. Al intentar identificar el bus que se acerca, al esperar la luz verde para cruzar la calle, al calcular el riesgo de adelantar un auto con nuestra bicicleta, nuestros sentidos se concentran y expanden en una red atencional que nos permite navegar el espacio urbano con (y junto a) otros. Posibilitados por nuestros sentidos, estos recursos de atención organizan nuestra capacidad de compartir el territorio con otrxs, coordinando nuestros movimientos, evitando invadirnos, y manteniendo las distancias que hoy transforman nuestra vida en común. A partir de la narración de tres escenas que presencié en un paseo cotidiano, buscaré reflexionar sobre las formas que toma nuestra atención como caminantes del espacio urbano.
Vivo en Edimburgo, Escocia. En abril de 2021, cuando la “vida normal” parecía estar emergiendo junto con la llegada de la primavera, decidí salir a recorrer la rivera del “Union Canal”. Se trata de un canal que conecta diversos barrios de la ciudad. Es habitado por patos y cisnes, y frecuentado por humanos y perros que traen consigo actividades diversas. Algunxs trotan, otrxs se sientan a socializar en las bancas aledañas, y otrxs pasean en solitario o en grupos. Ocasionalmente, ciclistas serpentean entre los múltiples cuerpos unidos por actividades compartidas, vínculos afectivos, o materialidades como correas y coches.
Los días en Edimburgo se vuelven más largos y cálidos, y el temor al coronavirus ha ido amainando. Así, las actividades que típicamente pueblan el Union Canal han reavivado su intensidad. Al pasear por el canal veo estas mismas prácticas, anteriores a los tiempos del encierro. Me resultan familiares, y sin embargo las siento transformadas por las reglas (formales y tácitas) del distanciamiento social. En Reino Unido el uso de mascarilla no es obligatorio en espacios abiertos, pero las nuevas “corporalidades pandémicas” pueden leerse en las sutiles señales de los cuerpos que evitan tocarse, cruzarse, o acercarse demasiado.
En un “tic” video-analista, saco mi teléfono celular del bolsillo y me pongo a grabar mientras camino.
Siempre me ha parecido atractivo el desafío del ejercicio etnográfico mediado por un aparato de registro como la cámara o la grabadora. Son ojos y oídos artificiales que llevamos con nosotros, capturando los acontecimientos en otro registro (uno mucho menos enfocado, y a la vez más preciso), y provocando disrupciones de todo tipo. La grabación desafía nuestra memoria (“las cosas no pasaron como las recuerdas”, nos parece decir el mp4 que descargamos luego en nuestro computador) y nos invita a dudar de nuestro cuerpo y sentidos, sin desautorizarlos. Video y recuerdo, en mi opinión, son dos formas de contar una historia que se revela como múltiple y borrosa.
Mantengo el teléfono, ya grabando, cerca de mi pecho y apuntando hacia delante. En lugar de ver a través de la pantalla dejo que el aparato registre lo que le plazca. Ya nos pondremos de acuerdo (o no) más tarde. Descanso de inmediato en la certeza de esta extraña alianza socio-técnica: puedo mirar a mi alrededor y empaparme de lo que ocurre sin abandonar mis labores de caminante, mientras que el teléfono recuerda todo a su manera, con su ojo obediente y desapegado.
Yo dejo que mi mirada viaje libremente entre la gente que se mueve a mi alrededor y el calorcito insistente del sol en mi nuca. Dan ganas de cerrar los ojos y caminar así unos instantes. Pero el entorno, los otros cuerpos en movimiento que comparten sus trayectorias conmigo en este espacio, demandan mi atención.
Escena 1: Sombras
Oigo la conversación indescifrable de tres jóvenes escoceses que se me acercan desde atrás y por mi izquierda. Caminan más rápido que yo; oigo su velocidad en su tono agitado y en el volumen creciente de sus voces. Sus sombras, estiradas en diagonal a causa del sol de la tarde, se cruzan frente a mí y me revelan, como fantasmas, la silueta de los tres caminantes antes de poder verlos directamente.
Tan habitual es este fenómeno que no reparamos en el milagro que supone estar atentos al co-peatón que planea adelantarnos. La luz y el sonido nos entregan un espejo retrovisor que nos dice algo sobre quien viene desde atrás, aunque en ocasiones pueda ser engañoso. He sentido en ocasiones ser esa sombra estirada sobre el pavimento para alguna peatona que camina por delante de mí y acelera el paso, asustada (me imagino yo) de esta silueta que me convierte en una entidad incógnita y amenazante.
Escena 2: Cuidar
Los jóvenes escoceses se alejan, habiéndome rebasado. Un objeto pequeño y veloz se desplaza cerca del borde del canal, llamando mi atención. Una niña pequeña pilota hábilmente su monopatín, pateando contra el suelo con decisión y experticia. Su casco, que exagera el tamaño de su cabeza, la hace ver segura y a la vez vulnerable. “No va a servirle de mucho cuando se caiga al agua”, pienso lúgubremente.
Me pillo a mí mismo buscando a un adulto a cargo de la niña. No puede ser que ande sola, ¿verdad? Luego de un instante identifico a una mujer, de pie más atrás en la trayectoria de la pequeña. La tranquilidad de la mujer me conmueve. Está detenida, con la vista hacia abajo, mirando su teléfono celular, mientras que la piloto del monopatín se aleja a la velocidad de un cometa. ¿Descansa acaso en la mirada atenta de otros, como yo, que observan con nerviosismo a la niña?
No lo creo. En la lógica caminante-patinante de esta dupla adulta-niña, la mujer permanece atenta. Pese a la distancia y su mirada desviada hacia el aparato, la relación de cuidado está establecida y es observable incluso para mí, un tercero que se preocupa en demasía. Luego de unos instantes, la mujer levanta la vista y comienza a caminar tras la niña. La niña, partícipe de este hábito, desacelera unos metros más adelante y mira hacia atrás, buscando confirmación y coordinación con la adulta que la acompaña.
Escena 3: Mirar y adelantar
Mientras sigo con el corazón en un puño observando a la niña en su monopatín, la cámara (mi atento ojo electrónico) continúa mirando hacia delante y capta otra instancia de sentidos puestos al servicio del movimiento. Un “runner” de camiseta azul avanza hacia un grupo de tres adultos que caminan lado a lado.
Los tres caminantes parecen mantener una mínima “distancia social” entre ellos, lo que hace que ocupen casi la totalidad del ancho de la vía. El deportista se les acerca por detrás y se prepara para una maniobra de adelantamiento (panel 1). Con un rápido movimiento de cabeza hacia la derecha, mira de reojo hacia atrás y constata que la vía está libre (panel 2). Vuelve la mirada hacia el frente, y su trayectoria cambia hacia adelante y a su derecha, realizando el adelantamiento.
Esta secuencia muestra que el “runner” está consciente de que el espacio disponible para pasar junto a los caminantes puede ser requerido por otros cuerpos móviles. En un gesto económico y tal vez automatizado, el deportista se aprovecha de su visión periférica para evitar colisiones y acelerar. La precaución que muestra forma parte de una compleja ecología de la atención que permite la convivencia de prácticas diversas y cuerpos que se desplazan a distinta velocidad.
Escena 4: Mirando (a) la cámara
Durante el paseo, mantengo mi brazo izquierdo levantado y fijo a la altura de mi pecho, sosteniendo mi teléfono. Tengo claro de que es cosa de tiempo antes de que alguien note mi forma extraña de caminar, traicionado por la postura atípica del que va mitad-paseando, mitad-registrando.
La cámara encuentra la mirada de dos personas que me observan, acaso con curiosidad, o tal vez reprochándome en silencio. Yo no noto su notar, pero la cámara se encarga luego de ponerme al tanto. En el compartir el espacio peatonal, nos exponemos al escrutinio de otrxs. Lo mismo que vigilamos el trayecto de lxs demás, les oímos acercarse, o sentimos sus pasos en el pavimento; otrxs también nos perciben y sitúan. Sus sentidos nos tocan, recogen aspectos de nuestra corporalidad y comportamiento, haciendo sentido de nuestra presencia y coordinándose con nuestro movimiento. Estas prácticas de atención toman nuevas formas en el contexto de la pandemia, pero continúan siendo el eje articulador de nuestros movimientos junto a otrxs.
En el espacio público miramos y somos miradxs. Atendemos y esperamos ser atendidxs. Esta sencilla noción es el soporte que posibilita nuestras diversas formas de movernos de manera social. Caminamos siempre con otrxs, aunque caminemos solxs. Nuestra atención se distribuye y comparte. Nuestros sentidos están (siempre estuvieron, y nunca dejaron de estar) entrelazados.