Notas para una etnografía sensorial de/en lo local
Septiembre, 2021
I.
Escucho la música de un acordeón en la calle mientras escribo esto. Por el volumen del sonido asumo que el acordeonista camina y se aleja mientras toca su melodía triste. El perro de la casa de enfrente comienza, como de costumbre, a ladrar interminablemente, mientras al fondo le hace segunda voz un taladro o un esmeril en una obra en construcción acá junto que parece nunca se terminará. En esta pandemia con su correlativo encierro los sonidos se nos acercan, nos envuelven y al hacerlo inauguran presencias antes sutiles. Los vecinos y sus rutinas, las voces que pasan frente a las ventanas y las nuestras que salen; lo que pasa en la calle está más próximo, como en esos espejos que decían que las cosas estaban más cerca de lo que parece. Son días con los sentidos afilados, lo que nos rodea irrumpe y nos toca, cuerpos que sienten otras cosas y de otras formas.
Caminar por la calle en las primeras semanas de la pandemia, en un área urbana central y consolidada, era una inusitada experiencia de aprendizaje. Lo hacía y algo faltaba. De pronto entendí que siempre había caminado entre sonidos y movimientos, olores y paisajes complejos, ahora eso no solo estaba ausente sino que me cambiaba como transeúnte: mi cuerpo había dejado de ser la caja de resonancia sensible a lo que ocurría alrededor. Aquello a lo que respondía con sensaciones, evocaciones, pensamientos, preocupaciones ya no estaba, ese diálogo intimo/secreto/inaudible se había vuelto otra cosa, cercano al vacío y la fragilidad. Ahora era yo y el sonido de mis pasos, algún auto pasando y poco más.
Los dos párrafos anteriores los habré escrito en agosto del 2020 en la ciudad de México, un año más tarde han ocurrido muchas cosas en muchos ámbitos. Un cambio importante es, sin duda, la gran cantidad de comerciantes y prestadores de servicios que utilizan ahora transportes privados y sistemas de grabación con bocinas para promocionarse. A esto se le llama perifoneo, una actividad emparentada con la de aquellas personas que con su sola voz anuncian un servicio o producto (por ejemplo, la llegada del camión con los cilindros de gas se publicita con el grito de el gaaaaaas). El paso del pregonero al perifoneo no solo señala la transformación de una actividad laboral en la ciudad a partir del uso de algún tipo de tecnología básica, apuntaría más bien al impacto en la sonoridad de la ciudad de las dificultades económicas derivadas del cierre de puestos de trabajo en la pandemia. El crecimiento del sector informal suena a esto: una venta casi interminable de tamales, esquites, patas de pollo, helados, aguacates; música de marimbas, trompetas y acordeones; al parejo de esto circulan camionetas que anuncian: “se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras…”
La regulación del ámbito privado supone algún tipo de capacidad de control por parte de los habitantes. Cerrar y abrir puertas y ventanas son actos que realiza el residente para visibilizar y dejarse ver; sobre estas atmósferas auditivas que he comentado no hay control posible, son una suerte de virus acústico capaz de filtrarse por cualquier rendija y que se recibe con las mandíbulas apretadas.
La nueva composición del paisaje sonoro local señala igualmente las escasas y no aplicadas normativas sobre la regulación del ruido en la ciudad. Solo en los días más intensos de la pandemia se señaló, por parte del gobierno de la ciudad, que fiestas y reuniones eran inapropiadas. En el lenguaje oficial hubo mucho cuidado de no mencionar la palabra prohibición, aunque esa fuese la idea. Denunciar vecinos festejosos implicaba ejercer una mirada moral tanto sobre el sonido/ruido de las reuniones como de su carácter contaminante. Por breve tiempo el habitante pudo protestar con eficacia.
II.
En los últimos días de las jacarandas en la ciudad la vida en las calles ha recuperado su intensidad habitual: personas caminando, autos pasando, comercios abiertos. Si algo falta para tener una cotidianeidad completa son las escuelas abiertas, ver, escuchar a los niños y jóvenes en la calle, y todas las actividades comerciales a su alrededor, antes y después de la jornada escolar.
Los rostros, los ajenos y el propio, se muestran incompletos. El cubrebocas forma parte de un mundo sensorial intervenido. El rostro pierde expresividad, la voz se escucha ligeramente apagada, y la ausencia de su uso en la calle es rápidamente evaluada en términos morales, aunque no necesariamente sancionada. El buen ciudadano oculta la mitad del rostro y recorre calles con nuevos registros en los sentidos: de los comercios salen los fuertes olores de la limpieza química que se enmascara en nombres que remiten a la naturaleza (aroma primavera, toronja roja, lavanda, mar fresco, pasión de frutas), los comercios de comida preparada colocan mesas sobre la acera para salir al paso del transeúnte, la mezcla compleja de sonidos circundantes está ahí (voces, autos, motocicletas, bicicletas, pájaros, aviones), el aire que respiramos es corto, es el nuestro sin renovarse; las manos ya no se tocan entre ellas.
III.
En septiembre del 2017 un temblor se sintió de nueva cuenta en la ciudad, diversas áreas resultaron con daños de consideración. Algunos edificios sufrieron afectaciones estructurales y han sido demolidos para construir en ese mismo predio vivienda nueva. Como bien rememora Bieletto-Bueno (2020), en los trabajos de rescate en edificios colapsados el puño en alto significaba guardar silencio para escuchar mejor cualquier sonido en los escombros.
Referencias
BIELETTO-BUENO, Natalia (2020). “Resignificaciones sociales del silencio y socialidad de la escucha en Ciudad de México. Memoria, historia y sentidos en el México contemporáneo”. En: SABIDO, Olga. “Sentidos, emociones y artefactos: enfoques relacionales” [artículo en línea]. Digithum, n.º 25, págs. 1-13. Universitat Oberta de Catalunya y Universidad de Antioquia. http://doi.org/10.7238/d.v0i25.3202