Empatía como un 'viajar juntos': Lidiando con las diferencias corporales en el viaje acompañado
Por Daniel Muñoz
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 17 Agosto 2020)
En las últimas décadas, varios investigadores del
campo de los estudios de la movilidad han buscado acercarse al fenómeno desarrollando
herramientas metodológicas que son, en sí mismas, móviles. Autores como Büscher
y Urry (2009) han recalcado la importancia de que los investigadores se
conviertan también en cuerpos móviles, involucrándose e incorporándose en los
trayectos de aquellos cuyas vidas intentan conocerse mejor. En este sentido, la
técnica del “viaje acompañado” se ha convertido en una suerte de carta de
presentación del campo.
Descrito inicialmente por Kusenbach (2003), muchos
otros han continuado usando el viaje acompañado, y reflexionando al respecto (ver Jirón 2012). Sus
atributos se orientan al enriquecimiento del encuentro etnográfico entre
individuos y espacio. Carpiano (2009), por ejemplo, destaca su capacidad de
construir una relación más simétrica entre participantes e investigadores.
Castrodale (2018) también subraya que los viajes acompañados permiten enfocarse
en la relación persona-lugar, ya que la interacción ocurre precisamente en las
tareas cotidianas que los participantes de la investigación realizan en sus
territorios. Ésta es también una razón por la cual los viajes acompañados se
han convertido en una técnica muy extendida en el campo de la Geografía Humana.
Mi experiencia personal realizando viajes acompañados
me ha llevado a reflexionar sobre cómo éstos nos permiten explorar nuestro
propio encuentro; el de dos personas que se acercan, a partir de la práctica de
“hacer algo juntos”. Esto trae al frente nuestras diferencias, visibilizándolas,
mientras “intentamos vivir y movernos del modo en que otros lo hacen” (Lee e
Ingold 2006: 69). Inspirada por su experiencia con metodologías audiovisuales,
Sarah Pink (Pink et al 2017) también reflexiona sobre cómo movernos juntos
puede constituir una plataforma para estar más cerca. Para desarrollar una
forma de empatía.
Y sin embargo, perseguir “empatía” en la investigación
también ha recibido fuertes críticas desde las ciencias sociales. Algunos
autores ven la empatía entre investigador y participante como un “supuesto
fácil”; un estado que para el investigador es simple de declarar, y que puede
llevar a la autocomplacencia (Lather 2008; Watson 2009). Asumir un vínculo
empático conllevaría el riesgo de no reconocer las diferencias que existen
entre nosotros, omitiendo formas de privilegio y opresión dadas por el sencillo
hecho de que el investigador es, casi siempre, el que terminará siendo el autor
de la historia.
Y sin embargo, la empatía no tiene por qué ser
concebida como un estado de cosas; una situación de sintonía que se alcanza
entre el investigador y el “investigado”. Otros autores (Ingold 2000, Pink et
al 2017) lo ven más bien como una práctica, algo a lo que aspiramos y en
que nos ocupamos, que en el día a día perseguimos y rastreamos, más que un
objeto que podemos sencillamente “tener”.
Durante mi investigación doctoral, en la que me he
unido a los viajes cotidianos de personas discapacitadas o con movilidad
reducida en el transporte público de Santiago, esto ha ocupado cada vez más de
mi atención. En el curso de nuestros múltiples viajes acompañados, los
participantes y yo jamás establecimos un tipo de relación en que nuestras
diferencias desaparecieran, emulando un supuesto estado empático en que nos
vemos repentinamente como “iguales”. Por el contrario, diría que nos volvimos
progresivamente más conscientes de nuestras disimilitudes.
Ese ha sido el caso, notoriamente, con Ana. Ella es
una adulta mayor que tiene mal de Parkinson. Su enfermedad afecta su equilibrio
y fuerza, por lo que al desplazarse por la ciudad y utilizar el transporte
público se vale de un andador. En el curso de nuestros viajes
juntos, en micro y en metro al supermercado, ferias, y centros médicos, hemos
podido desplegar un lento y trabajoso proceso de empatización,
movilizado por la persistente tarea de hacer algo juntos. Así, producimos una
forma de sintonización que jamás estuvo del todo completa, siempre
sembrada de dificultades inesperadas, y que requería de constante atención para
continuar creciendo.
Especialmente
durante nuestros primeros viajes, ella me parecería a veces un cuerpo frágil,
vulnerable, expuesto a los ajetreos de hombros y codos poco atentos, aceleradas
y frenadas bruscas, expectativas de tamaño y fuerza que estaban a veces
inscritas en escalones, botones, rampas, y texturas en el piso. Muchas veces vi
a Ana (como tal vez lo hicieron otros usuarios del transporte público) como un
pasajero que requería constante ayuda.
Pero, habiéndonos conocido hace poco,
no me sentía con la confianza de tocarla para, por ejemplo, ayudarla con su
equilibrio. Establecer contacto físico se convertía en una pregunta más grande
al tomar en cuenta nuestras diferencias corporales. Mi configuración corporal
(hombre, delgado, joven, sin prótesis, sin niños, que camina, que ve…) es el
arquetipo específico en torno al cual la totalidad del universo de las
infraestructuras modernas es diseñado y construido. Ella, con su vejez, su
Parkinson, y su andador, habitaba un segmento diferente de ese espectro de la
injusticia.
¿Era empatía lo que movilizaba mi aprensión? ¿O remitía más bien a todo lo contrario; un encasillamiento apresurado de Ana y sus capacidades? ¿De lo que es esperado de una “persona como ella” en el transporte público? ¿Era condescendiente asumir que es mi deber asistirla? ¿Se ofendería si yo interviniese sin su permiso, o solicitud? Y más específicamente, ¿cómo ayudarla? ¿Debía sencillamente tomarla del brazo? ¿O del hombro? ¿O del andador? Mi falta de comprensión de su corporalidad se convertía en mi propia, particular, discapacidad.
Al respecto, Ana no me ofreció orientación alguna. Tal
vez estaba acostumbrada a hacer las cosas por sí sola. O quizás, como yo,
dudaba sobre si era apropiado pedir mi asistencia. Este espacio de dudas se
mantuvo por un tiempo. Entre nuestros cuerpos existía una brecha, un campo de
fuerza que yo no me atrevía a cruzar.
Con el tiempo, esto cambió. Nuestros viajes
compartidos se convirtieron en la plataforma desde la cual nuestros cuerpos se
acompasaron en lo afectivo y en lo táctico. Aprendí a anticiparme cuando Ana
necesitaba ayuda bajando el andador de la micro. Ella, a su vez, se acostumbró
a esta maniobra y la convirtió en parte de su (nuestro) repertorio. Juntos,
desarrollamos nuevas formas de cooperar en la micro y en el tren subterráneo, apoyándonos en una confianza y mutuo entendimiento que jamás necesitó ser
declarada. Fue, más bien, el producto de una acumulación de experiencias
compartidas. Esto no significa que la tarea de empatización como práctica sea fácil, o un proceso sin altibajos. Confusiones, desacuerdos, y malinterpretaciones riegan toda actividad que se realiza con un otro. Es, sin embargo, el trabajo constante del hacer (o viajar, en este caso) juntos lo que posibilita que la relación se movilice, expanda, y acople al entorno espacial.
El progresivo desarrollo de esta confianza
corporeizada hizo que me volviera también cada vez más consciente de mi
propio privilegio corporal; el del “cuerpo normal” que no produce fricción
contra el entorno construido. La categoría no marcada. Nuestras corporalidades
se fueron sintonizando, pero nuestras diferencias siempre fueron patentes. ¿Cómo
podrían no serlo? Lidiar con ellas era parte de nuestros viajes juntos. No creo
que la empatía tenga que ser este ingenuo supuesto del investigador que
anuncia, arrogantemente, que logró disipar sus diferencias con los
participantes de la investigación. La empatía puede ser entendida como una
tarea, cultivada en el enfrentar juntos los desafíos prácticos de la
actividad conjunta. Más que una aspiración a borrar la diferencia, la empatía
puede practicarse a través de la exploración recíproca de
nuestras diferencias. Los viajes acompañados que compartimos se convirtieron en
un espacio para el aprendizaje progresivo y recíproco de los hábitos y
capacidades de cada uno, desde el cual aprendimos a contribuir, sin obviar
nuestras diferencias, a una forma más rica de confianza corporeizada.
Referencias
Büscher, M., &
Urry, J. (2009). Mobile methods and the empirical. European Journal of
Social Theory, 12(1), 99-116.
Carpiano, R. M.
(2009). Come take a walk with me: The “Go-Along” interview as a novel method
for studying the implications of place for health and well-being. Health
& place, 15(1), 263-272.
Castrodale, M. A.
(2018). Mobilizing dis/ability research: A critical discussion of qualitative
go-along interviews in practice. Qualitative inquiry, 24(1),
45-55.
Ingold, T. (2000).
The perception of the environment. Londres: Routledge.
Jirón, P. (2012). Transformándome en la sombra. Bifurcaciones, 10, 1-14.
Kusenbach, M.
(2003). Street phenomenology: The go-along as ethnographic research tool. Ethnography, 4(3),
455-485.
Lather, P. (2008)
“Against empathy, voice and authenticity”, en Voice in Qualitative Inquiry:
Challenging conventional, interpretive, and critical conceptions in qualitative
research, A. Y. Jackson y L. A. Mazzei (Eds.), Oxford: Routledge.
Pink, S.,
Sumartojo, S., Lupton, D., & Heyes LaBond, C. (2017). Empathetic
technologies: digital materiality and video ethnography. Visual Studies, 32(4),
371-381.
Watson, C. (2009).
The ‘impossible vanity’: Uses and abuses of empathy in qualitative inquiry. Qualitative
Research, 9: 105-117.