El cuidado que no para
Esta narración autoetnográfica surge de mis salidas con Luna, mi hija de tres años, en medio de rupturas y cambios familiares. Busco retratar la complejidad de la movilidad del cuidado con una niña pequeña y que no sólo es llevar a otra persona dependiente o ir a hacer una compra, sino que además de las motivaciones, también existe el cuidado durante los trayectos y que el cuidado nunca para. Quiero además mostrar la vivencia de la movilidad del cuidado cuando la crianza la realiza una sola persona, en estas nuevas configuraciones familiares y lo difícil y complicado que es.
La manera en que organizo la narración es a partir de viñetas con relatos de mi movilidad con mi hija en diferentes momentos y modos de transporte. Las movilidades son realizadas en la zona sur y centro de la Ciudad de México[1].
* Subir al asiento de copiloto del auto me hizo sentirme extraña, ya que mi lugar en los últimos años ha sido a lado de la silla de mi hija en el asiento trasero. Cuando salgo miro la calle, pero también la miro mucho a ella. Me siento apretada entre: mi perrita que cargo en las piernas, la puerta, el asiento delantero, el asiento infantil y el respaldo, con mis piernas apretadas entre su pañalera y todo lo que hay que cargar para salir juntos. Así que estar en el asiento delantero, me hizo sentir con demasiado espacio, con demasiado que ver.
* Una salida al acuario, la primera salida las dos solas. Nos vamos en coche, yo manejo y ella va en el asiento trasero en su silla de seguridad mirando hacia atrás.
Vamos a Polanco, una zona que conozco poco, así que tomo el Viaducto y Periférico, dos grandes vialidades primarias. Debería guiarme por el Waze, porque no sé por dónde salir, pero el celular lo tiene Luna para ver videos. A pesar de saber el nombre de la avenida para salir, el hecho de ir en una avenida de alta velocidad hace que me enfoque en los coches y sus movimientos. En el camino observo que el paisaje ha cambiado mucho y me resulta difícil reconocerlo. En esos lapsos, Luna me habla en su idioma que todavía no comprendo del todo, me dice algo del celular, no puedo mirar y le digo que me espere, que falta poco.
Intuyo que vamos llegando a la zona del acuario por los edificios y letreros, así que me incorporo al carril lateral a la derecha, y busco un lugar para estacionarme y poder mirar el mapa del celular, por lo que damos vuelta en una calle solitaria y soleada, estaciono el auto y voy al asiento trasero. Luna no tiene el celular, tampoco está en los asientos, ella llora de sueño, así que intento calmarla, pero termino arrullándola y se duerme, me inquieta el creciente calor del auto parado, la calle solitaria y yo sola con mi hija pequeña dormida. En cuanto puedo, la coloco suavemente en su asiento para que no se despierte y me pongo a buscar el celular, no aparece, miro en los asientos, en el piso, en cada lado, hasta que después de un rato de buscarlo, aparece en un intersticio entre el asiento delantero y las velocidades. Respiro, busco el mapa y ubico que estamos cerca y que la pila del celular se está agotando por mirar los videos.
Llegamos y trato de buscar un lugar para dejar el coche, hasta encontrar un centro comercial. Ahora es pensar lo necesario para bajar: su pañalera y su carriola. Aún dormida, cargo a Luna y la coloco en la carriola y trato de ubicarme en el estacionamiento subterráneo para encontrar la salida. Pregunto a personas la ruta para el acuario, caminamos un par de calles y llegamos.
Entramos y me doy cuenta de lo inútil de hacer el recorrido con ella dormida, así que la despierto. Entre tiburones y peces, caminamos por el acuario. A veces debo cargarla y al mismo tiempo cargar la carriola plegada, la pañalera y con todo eso trato de no pegarle a la gente.
Cuando acabamos la visita, estamos a punto de salir y empieza a llover. Ante esa panorámica decido que esperemos y vayamos a la zona de comida. Luna se pone a correr en el espacio lleno de sillas vacías. Solo hay otra familia que después se va, pero la angustia está presente. Al no tener casi pila del celular, debo estar pegada a un contacto de luz para cargarlo, ya que no sé como regresar a casa. Luna quiere correr y que la persiga, y me angustia perderla de vista y que alguien se la pueda robar, pero también me angustia dejar mis cosas solas, que mi teléfono se lo roben, o mi bolsa, con las llaves del coche, de mi casa, con mi cartera y dinero, que necesito para poder regresar. Me da miedo que se acerque a algún lugar donde se pueda caer, perderla de vista, y ella quiere que juegue y la persiga, la miro correr y se cae. Estamos comiendo y se echa a correr, a veces la persigo solo con la mirada y otras con todo el cuerpo. Me angustia que se vaya más lejos.
Después de comer regresamos al coche. La lluvia terminó y solo están las calles mojadas. Por fortuna, Luna se sube a la carriola y solo debo empujarla. Es un alivio salir de las calles desconocidas, llegar a las que ya conozco y tener la certeza de conocer las rutas. Me da tranquilidad ante la poca pila de mi celular.
* Después de meses de no ir al parque por el confinamiento y la pandemia, por fin podemos ir a uno. Con sus juegos de colores, Luna los ve y se emociona. Corre de uno a otro, son como un laberinto tridimensional, donde ella sube escaleras y recorre pasillos y puentes para llegar a la resbaladilla más grande.
En este lapso, para no perderla de vista, hay que seguirla y pasar por debajo de los juegos para alcanzarla a su salida de la resbaladilla. A veces, ella se detiene arriba de los juegos y desde abajo no logro mirarla. Así que empiezo a hablarle y preguntarle qué pasa, me muevo para buscarla entre los recovecos de los juegos y saber qué sucede, hasta que ella decide lanzarse.
Ella sale y corre a otro juego. Hay que correr detrás de ella. Me preocupa perderla de vista, que se pueda caer, que se vaya corriendo a otra zona, que alguien se la pueda llevar. Hay que mirarla todo el tiempo, no hay descanso cuando vamos las dos al parque.
* Es sábado en la mañana y Luna quiere ir a comprar un pan. Examinamos las opciones para ir a comprarlo y elige el triciclo-carriola: un triciclo con dos ruedas delanteras y un asiento infantil con cinturones de seguridad. Esta elección hace que analice qué ruta debemos tomar y decido que lo más seguro y rápido es ir por la banqueta de ida.
Al subir, puedo sentir las diferencias con una bicicleta normal: siento el peso de Luna en la parte delantera y siento la inestabilidad del suelo cuando se inclina por las entradas y salidas de estacionamientos.
Al ser sábado en la mañana la calle está vacía y solo cuando nos cruzamos con algún peatón decido bajar y caminar.
Al regresar, tomamos el arroyo vehicular y aunque se siente mejor la textura y casi no hay inclinaciones, sí sentimos la presión de los autos cuando van atrás de nosotras.
Luna insiste en que también quiere un jugo. Esto exige ir a otra calle con más tránsito vehicular en sentido contrario. Por lo que optó por empujar caminando las partes más transitadas. Llegamos a dónde venden el jugo y fruta, y Luna no quiere bajarse del triciclo porque hay abejas y le dan miedo. Así que debo dejarla en la banqueta y entro rápidamente a la pequeña tienda por la fruta y el jugo, sin dejar de mirarla.
Regresamos a casa, con alivio de ir en el sentido adecuado y de haber logrado esta salida juntas.
* Salimos de una actividad de Luna y hay que caminar para ir al coche y regresar a casa. Origen-Destino. Alrededor de 100 metros, dos calles. Sin Luna sería un trayecto de pocos minutos, un caminar directo.
Pero ella se detiene al ver un estacionamiento abierto en la banqueta con un poco de pasto y decide quedarse a jugar: ese espacio lo convierte de forma imaginaria en su casa y la casa de su muñeco. Jugamos a las “carreritas” y vemos quién corre más rápido y brincamos para alcanzar las flores del árbol de la banqueta.
Ha aprendido que no debe bajarse de las banquetas pero cada vez que se acerca a la orilla, me palpita el corazón de que cruce ese límite.
Pasamos alrededor de media hora en la banqueta jugando y me sorprendo de su forma tan distinta de mirar y vivir las calles.
La movilidad del cuidado no es solamente salir para ir a cuidar, es cuidar todo el tiempo. Se cuida con el cuerpo: mirando y observando que esa otra persona esté bien y no le suceda algo, al mirar el entorno y que sea seguro física y socialmente. Se cuida con la fuerza, cargando con el cuerpo y los objetos que se puedan necesitar, desde una carriola, pañalera, comida o juguetes. Se cuida al percibir la temperatura: si hace frío, calor o si llueve y cómo protegerle para que esté bien. Se cuida logísticamente al planificar la forma de movilidad y si es necesario una silla segura o un casco, al improvisar con las dificultades y conflictos que se cruzan en el camino. Se cuida con la escucha y la palabra, al hablarle, preguntarle si está bien y si necesita algo. Se cuida emocionalmente, al acompañar ante el aburrimiento, tristeza, enojo, cansancio o alegría. La movilidad y el cuidado se hacen todo el tiempo.
[1]Para quien no conozca la Ciudad de México (CDMX), debe saber que es conocida como “ciudad monstruo” y por sus grandes dimensiones resulta muy complicado conocerla y recorrerla toda. Esto sin contar con los constantes cambios en el paisaje y diseño urbano.
Atención distribuida
Podemos pensar en la dimensión sensorial del movimiento como un espacio que se manifiesta en la ensoñación; en el dejarse llevar por la plétora de colores, aromas, texturas y sonidos que nos inundan y pintan una imagen desordenada, pero evocadora, de nuestros trayectos. De hecho, al movernos por la ciudad nos entregamos a sentidos que nos sorprenden y de improviso nos secuestran. El olor atractivo de la comida callejera, el ruido molesto pero distante de un taladro, el ladrido repentino de un perro que nos pilla distraídos y nos asusta.
Los sentidos, sin embargo, también están puestos al servicio del viaje, como un recurso de atención que nos ayuda a hacer sentido de lo que ocurre a nuestro alrededor. Al intentar identificar el bus que se acerca, al esperar la luz verde para cruzar la calle, al calcular el riesgo de adelantar un auto con nuestra bicicleta, nuestros sentidos se concentran y expanden en una red atencional que nos permite navegar el espacio urbano con (y junto a) otros. Posibilitados por nuestros sentidos, estos recursos de atención organizan nuestra capacidad de compartir el territorio con otrxs, coordinando nuestros movimientos, evitando invadirnos, y manteniendo las distancias que hoy transforman nuestra vida en común. A partir de la narración de tres escenas que presencié en un paseo cotidiano, buscaré reflexionar sobre las formas que toma nuestra atención como caminantes del espacio urbano.
Vivo en Edimburgo, Escocia. En abril de 2021, cuando la “vida normal” parecía estar emergiendo junto con la llegada de la primavera, decidí salir a recorrer la rivera del “Union Canal”. Se trata de un canal que conecta diversos barrios de la ciudad. Es habitado por patos y cisnes, y frecuentado por humanos y perros que traen consigo actividades diversas. Algunxs trotan, otrxs se sientan a socializar en las bancas aledañas, y otrxs pasean en solitario o en grupos. Ocasionalmente, ciclistas serpentean entre los múltiples cuerpos unidos por actividades compartidas, vínculos afectivos, o materialidades como correas y coches.
Los días en Edimburgo se vuelven más largos y cálidos, y el temor al coronavirus ha ido amainando. Así, las actividades que típicamente pueblan el Union Canal han reavivado su intensidad. Al pasear por el canal veo estas mismas prácticas, anteriores a los tiempos del encierro. Me resultan familiares, y sin embargo las siento transformadas por las reglas (formales y tácitas) del distanciamiento social. En Reino Unido el uso de mascarilla no es obligatorio en espacios abiertos, pero las nuevas “corporalidades pandémicas” pueden leerse en las sutiles señales de los cuerpos que evitan tocarse, cruzarse, o acercarse demasiado.
En un “tic” video-analista, saco mi teléfono celular del bolsillo y me pongo a grabar mientras camino.
Siempre me ha parecido atractivo el desafío del ejercicio etnográfico mediado por un aparato de registro como la cámara o la grabadora. Son ojos y oídos artificiales que llevamos con nosotros, capturando los acontecimientos en otro registro (uno mucho menos enfocado, y a la vez más preciso), y provocando disrupciones de todo tipo. La grabación desafía nuestra memoria (“las cosas no pasaron como las recuerdas”, nos parece decir el mp4 que descargamos luego en nuestro computador) y nos invita a dudar de nuestro cuerpo y sentidos, sin desautorizarlos. Video y recuerdo, en mi opinión, son dos formas de contar una historia que se revela como múltiple y borrosa.
Mantengo el teléfono, ya grabando, cerca de mi pecho y apuntando hacia delante. En lugar de ver a través de la pantalla dejo que el aparato registre lo que le plazca. Ya nos pondremos de acuerdo (o no) más tarde. Descanso de inmediato en la certeza de esta extraña alianza socio-técnica: puedo mirar a mi alrededor y empaparme de lo que ocurre sin abandonar mis labores de caminante, mientras que el teléfono recuerda todo a su manera, con su ojo obediente y desapegado.
Yo dejo que mi mirada viaje libremente entre la gente que se mueve a mi alrededor y el calorcito insistente del sol en mi nuca. Dan ganas de cerrar los ojos y caminar así unos instantes. Pero el entorno, los otros cuerpos en movimiento que comparten sus trayectorias conmigo en este espacio, demandan mi atención.
Escena 1: Sombras
Oigo la conversación indescifrable de tres jóvenes escoceses que se me acercan desde atrás y por mi izquierda. Caminan más rápido que yo; oigo su velocidad en su tono agitado y en el volumen creciente de sus voces. Sus sombras, estiradas en diagonal a causa del sol de la tarde, se cruzan frente a mí y me revelan, como fantasmas, la silueta de los tres caminantes antes de poder verlos directamente.
Tan habitual es este fenómeno que no reparamos en el milagro que supone estar atentos al co-peatón que planea adelantarnos. La luz y el sonido nos entregan un espejo retrovisor que nos dice algo sobre quien viene desde atrás, aunque en ocasiones pueda ser engañoso. He sentido en ocasiones ser esa sombra estirada sobre el pavimento para alguna peatona que camina por delante de mí y acelera el paso, asustada (me imagino yo) de esta silueta que me convierte en una entidad incógnita y amenazante.
Escena 2: Cuidar
Los jóvenes escoceses se alejan, habiéndome rebasado. Un objeto pequeño y veloz se desplaza cerca del borde del canal, llamando mi atención. Una niña pequeña pilota hábilmente su monopatín, pateando contra el suelo con decisión y experticia. Su casco, que exagera el tamaño de su cabeza, la hace ver segura y a la vez vulnerable. “No va a servirle de mucho cuando se caiga al agua”, pienso lúgubremente.
Me pillo a mí mismo buscando a un adulto a cargo de la niña. No puede ser que ande sola, ¿verdad? Luego de un instante identifico a una mujer, de pie más atrás en la trayectoria de la pequeña. La tranquilidad de la mujer me conmueve. Está detenida, con la vista hacia abajo, mirando su teléfono celular, mientras que la piloto del monopatín se aleja a la velocidad de un cometa. ¿Descansa acaso en la mirada atenta de otros, como yo, que observan con nerviosismo a la niña?
No lo creo. En la lógica caminante-patinante de esta dupla adulta-niña, la mujer permanece atenta. Pese a la distancia y su mirada desviada hacia el aparato, la relación de cuidado está establecida y es observable incluso para mí, un tercero que se preocupa en demasía. Luego de unos instantes, la mujer levanta la vista y comienza a caminar tras la niña. La niña, partícipe de este hábito, desacelera unos metros más adelante y mira hacia atrás, buscando confirmación y coordinación con la adulta que la acompaña.
Escena 3: Mirar y adelantar
Mientras sigo con el corazón en un puño observando a la niña en su monopatín, la cámara (mi atento ojo electrónico) continúa mirando hacia delante y capta otra instancia de sentidos puestos al servicio del movimiento. Un “runner” de camiseta azul avanza hacia un grupo de tres adultos que caminan lado a lado.
Los tres caminantes parecen mantener una mínima “distancia social” entre ellos, lo que hace que ocupen casi la totalidad del ancho de la vía. El deportista se les acerca por detrás y se prepara para una maniobra de adelantamiento (panel 1). Con un rápido movimiento de cabeza hacia la derecha, mira de reojo hacia atrás y constata que la vía está libre (panel 2). Vuelve la mirada hacia el frente, y su trayectoria cambia hacia adelante y a su derecha, realizando el adelantamiento.
Esta secuencia muestra que el “runner” está consciente de que el espacio disponible para pasar junto a los caminantes puede ser requerido por otros cuerpos móviles. En un gesto económico y tal vez automatizado, el deportista se aprovecha de su visión periférica para evitar colisiones y acelerar. La precaución que muestra forma parte de una compleja ecología de la atención que permite la convivencia de prácticas diversas y cuerpos que se desplazan a distinta velocidad.
Escena 4: Mirando (a) la cámara
Durante el paseo, mantengo mi brazo izquierdo levantado y fijo a la altura de mi pecho, sosteniendo mi teléfono. Tengo claro de que es cosa de tiempo antes de que alguien note mi forma extraña de caminar, traicionado por la postura atípica del que va mitad-paseando, mitad-registrando.
La cámara encuentra la mirada de dos personas que me observan, acaso con curiosidad, o tal vez reprochándome en silencio. Yo no noto su notar, pero la cámara se encarga luego de ponerme al tanto. En el compartir el espacio peatonal, nos exponemos al escrutinio de otrxs. Lo mismo que vigilamos el trayecto de lxs demás, les oímos acercarse, o sentimos sus pasos en el pavimento; otrxs también nos perciben y sitúan. Sus sentidos nos tocan, recogen aspectos de nuestra corporalidad y comportamiento, haciendo sentido de nuestra presencia y coordinándose con nuestro movimiento. Estas prácticas de atención toman nuevas formas en el contexto de la pandemia, pero continúan siendo el eje articulador de nuestros movimientos junto a otrxs.
En el espacio público miramos y somos miradxs. Atendemos y esperamos ser atendidxs. Esta sencilla noción es el soporte que posibilita nuestras diversas formas de movernos de manera social. Caminamos siempre con otrxs, aunque caminemos solxs. Nuestra atención se distribuye y comparte. Nuestros sentidos están (siempre estuvieron, y nunca dejaron de estar) entrelazados.
De vuelta en la calle: recorridos del cuerpo en cuarentena
En el contexto de las fases más estrictas de confinamiento, el 27 de marzo de 2021 comenzó a operar en Chile la banda horaria Elige Vivir Sano [1]. El horario se instauró con la finalidad de que las personas pudieran realizar ejercicios al aire libre sin necesidad de portar un permiso de desplazamiento de lunes a domingo entre 6:00 y 9:00. Esta columna plasma un registro de esas ventanas de tiempo y de movimientos en la calle entre el 11 y el 13 de abril, a partir de distintas descripciones perceptuales -kinéticas, visuales, térmicas y auditivas- que configuraron mis trayectos.
Providencia, Santiago de Chile, 7:30 AM
La calle está activa. Todos los días desde hace unas dos semanas ha estado así. Cuando la miro desde la ventana, reconozco un flujo constante de personas que contrasta con la escasa circulación del resto del día. El barrio se compone principalmente de calles residenciales con edificios de departamentos, bóvedas arboladas y jardines exteriores cuidados. Es un barrio central, cerca de una concurrida estación de metro y de uno de los ejes que cruzan la ciudad de Santiago.De la cama a la calle, desperezándose sin muchos pasos o pensamientos de por medio. Abrir la puerta: sentir en la cara el aire frío, el contraste de temperaturas. Siento mis piernas algo débiles, pinchazos en una cadera y en su conexión con la espalda baja. No he salido mucho y percibo una atrofia leve.
Anoto un resumen de las actividades corporales: ciclistas y corredores avanzan por las veredas o por las calzadas. Respiran fuerte. Sudan. Algunos ya tienen calor y van ligeros de ropa, aunque hacen unos 12 grados. Caminantes deportivos, y perros, muchos perros paseando con sus dueños, unidos por las correas que los enlazan. A las 8 de la mañana, madres con sus abrigadas guaguas [2] en cochecitos, algunos padres caminando con niñas y niños pequeños menores de 5 años. Adultos mayores autónomos se suman a la corriente. Hay también conserjes de los edificios que barren las hojas acumuladas durante la noche otoñal.
La vida de la calle de estos días, de estas mañanas en donde se eligevivirsano, está fuertemente asociada a la práctica de actividades deportivas. Correr, caminar, andar en bicicleta, son prácticas que comienzan a conformar un paisaje homogéneo de movimientos corporales posibles en esta área. Al mirar a todas esas personas, pienso en ponerme a correr, en tomar mi bicicleta y convertirme para paliar mi inercia. Hay una latencia, un deseo, pero también un bloqueo. Miro las vestimentas de colores encendidos, fluorescentes, los cascos, las calzas apretadas, zapatillas deportivas. Artefactos mecánicos, metálicos, con ruedas: la bicicleta, el scooter de los niños, los coches de las guaguas. Me encuentro con mi sensación de aburrimiento. La calle me tira fuera de la cama, el exterior invita (u obliga) porque es el único momento en que sin tantos pretextos se puede recorrer y permanecer afuera en la ciudad. Sin embargo, por estos días la vida urbana produce tedio y algo de tristeza. El problema que me incomoda es la recepción de un nuevo dictado: el de salir a ejercitarse de cierta manera, y a cierta hora, para sobrellevar este encierro.
Relatos del anhelo
Pienso en lo que extraño mientras deambulo. Veo a dos jóvenes sentadas leyendo a las 8:20 en una plaza cubierta por la sombra de los edificios. Están abrigadas y concentradas. Hace frío para estar quieta. Evoco las maneras de permanecer en el espacio público que ofrece el caminar, por ejemplo, la pausa ociosa, casi ajena a las motivaciones disciplinares del cuerpo deportivo.
Extraño a las y los adolescentes en las calles. He notado algunos en estos trayectos, que aprovechan de salir a esta hora con sus amistades. Es un horario posible de sociabilidad. En el estacionamiento de un supermercado, escucho a un grupo de skaters saltar y caer con sus tablas sobre el pavimento. Los diviso grabando videos de sus piruetas, intentos y aprendizajes. Me los encuentro trasladándose en otro punto de nuestros trayectos divergentes, cuando ya es hora de regresar a casa, a eso de las 9:00. En las derivas sin trazado evidente que realizo por las calles del barrio se repiten estas situaciones de coincidencia: reencontrarse con un dejo de pudor con alguien que antes iba atrás tuyo, a quien viste salir de un edificio, o con quien ya te cruzaste de frente. Damos vueltas en círculos.
Extraño la persistencia de lo distinto, las intervenciones expresivas que acontecen y se disponen en el espacio público. Compartir otras maneras de estar y moverse. La experiencia metropolitana, expansiva. La música.
Parches de luz y calor
Las calles arboladas del barrio dejan pasar poca luz en las mañanas, lo que hace del entorno un espacio húmedo y por sobre todo frío. En estas caminatas busco el sol, persigo los parches de luz sobre el pavimento que se cuelan por entremedio del follaje o entre los perfiles de los edificios. Trazo las líneas que dibujan en el suelo, sus fronteras tenues o rotundamente claras y determinantes en ocasiones. Me percato de la rapidez con que se mueven estos parches en el tiempo. Me detengo unos minutos a escribir en mi libreta a propósito de ellos, y la sombra ya me pisa los talones mientras la luz se me escapa.
Cada rayo de sol es un baño de calor para el cuerpo. Los siento sobre todo en las pantorrillas y adquiero conciencia de estos efectos térmicos en las piernas [3]. El sol penetra a través de la ropa y la piel, y es un placer sólo concentrarse en esto.
Transiciones térmico-visuales y la irrupción del estruendo
La luz fría, el entorno vegetal y la humedad me llevan a evocar una melodía del género musical del ambient. Sonidos vaporosos e imaginados recorren incesantemente mi cuerpo. La canción me acompaña mientras camino buscando la sensación placentera del calor del sol sobre mis pantorrillas.
Llego a Av. Tobalaba, una vía intercomunal de importancia en Santiago. El sol aquí ya está en todos los rincones de la acera que recorro. Sube la luminosidad y el calor corporal se expande al torso. Al inundarme ya de esta sensación, la atención comienza a trasladarse a otros espacios distantes del propio cuerpo. Comienzo a percibir visualmente los efectos de luz sobre los edificios, particularmente unos halos reflejándose sobre una gran superficie vertical. Me desconciertan porque no logro identificar la fuente que los proyecta. Desde este encuentro, entro en la sintonía de buscar y dar con más hallazgos lumínico-visuales.
Camino hasta la intersección de Tobalaba con Providencia y por Av. Apoquindo, que componen uno de los ejes oriente-poniente más importantes de la ciudad. El sol ilumina los desechos acumulándose en un local comercial vacío. Del metro salen algunas personas que llegan de otros sectores de la ciudad. Visten zapatos, cargan mochilas o bolsos. Predomina el color negro y el azul en sus vestimentas. No visten encendidas tenidas deportivas. Por la vereda del frente veo a una joven caminando a zancadas, apurada por llegar a algún lado. No es una deportista de la banda horaria; corre por apremio para tal vez llegar a tiempo a un trabajo. Otro tipo de prácticas se insinúan en esta parte del recorrido, que ya se ha excedido de las fronteras reconocibles del barrio arbolado y se asoma a la ciudad central.
En Apoquindo, un kiosco abierto mostrando sus productos me hace
detenerme. Portadas de revistas. Papel brillante. Extrañamiento. Leo los titulares. Me regalo
una pausa.
De pronto la música de un auto inunda el ambiente, generando un efecto acústico. El conductor espera el semáforo en rojo; la música sigue sonando fuertísimo e imprime un tono a la vida urbana aletargada. La caja de la calle amplifica la letra de Sr. Cobranza, de Bersuit Vergarabat, llegando a su momento de mayor intensidad:
¿Y AHORA QUÉ? ¿QUÉ NOS QUEDA?
Un acento. Una disrupción que reverbera en el cuerpo y que me recuerda que hay fuerzas que remueven en la práctica del caminar, en el ejercicio de tantear y tantearse. Espejeamos con la ciudad.
El camino de vuelta también está marcado por la atención a las luces,
pero en la relación de forma y fondo son ahora las sombras sobre la vereda las
que se esculpen en mi experiencia. En ellas comienzo a indagar. La silueta de una planta: estampada
en la vereda. Mi silueta se imprime en los muros junto al canal. Proyecciones de sombras sobre las superficies del
recorrido/incisiones de luz a través de las sombras. Experiencias urbanas y
sensibles de tiempos de claroscuro.
Sensaciones térmicas, auditivas y visuales efímeras se conjugaron en mi recorrido y aparecen en mi relato a modo de acentos, como aquello que logró cierta consistencia de la trama sensorial del trayecto y que se volvió asimismo comunicable a través de la escritura apoyada en algunas imágenes. Las sensaciones durante el recorrido a pie se muestran, se transforman, viajan. El relato apenas permite comenzar a comprender cómo ellas se empapan entre sí: lo kinético-táctil con lo térmico-táctil y su desembocadura en lo térmico-visual; la irrupción sorpresiva de lo auditivo en la secuencia; el traspaso de una preocupación táctil a una visual: luz/calor-sombra/frío, alojándose en el cuerpo y encontrando distintos modos de salir. Las (multi)sensorialidades de la experiencia afluyen como líquidos que se rebasan: son parcialmente contenidas e incontenidas por nuestras descripciones posibles.
[1] Manera de nombrar a los bebés o niños menores de dos años en Chile.
[2] Entidad y slogan gubernamental que se asocia a políticas y programas que promueven estilos de vida saludables.
[3] Hasta hoy (septiembre 2021), sentir el calor en las pantorrillas frías me devuelve el recuerdo de esas mañanas y de la realización de este ejercicio, como algo que sedimentó en el registro perceptual del cuerpo.
Notas para una etnografía sensorial de/en lo local
Septiembre, 2021
I.
Escucho la música de un acordeón en la calle mientras escribo esto. Por el volumen del sonido asumo que el acordeonista camina y se aleja mientras toca su melodía triste. El perro de la casa de enfrente comienza, como de costumbre, a ladrar interminablemente, mientras al fondo le hace segunda voz un taladro o un esmeril en una obra en construcción acá junto que parece nunca se terminará. En esta pandemia con su correlativo encierro los sonidos se nos acercan, nos envuelven y al hacerlo inauguran presencias antes sutiles. Los vecinos y sus rutinas, las voces que pasan frente a las ventanas y las nuestras que salen; lo que pasa en la calle está más próximo, como en esos espejos que decían que las cosas estaban más cerca de lo que parece. Son días con los sentidos afilados, lo que nos rodea irrumpe y nos toca, cuerpos que sienten otras cosas y de otras formas.
Caminar por la calle en las primeras semanas de la pandemia, en un área urbana central y consolidada, era una inusitada experiencia de aprendizaje. Lo hacía y algo faltaba. De pronto entendí que siempre había caminado entre sonidos y movimientos, olores y paisajes complejos, ahora eso no solo estaba ausente sino que me cambiaba como transeúnte: mi cuerpo había dejado de ser la caja de resonancia sensible a lo que ocurría alrededor. Aquello a lo que respondía con sensaciones, evocaciones, pensamientos, preocupaciones ya no estaba, ese diálogo intimo/secreto/inaudible se había vuelto otra cosa, cercano al vacío y la fragilidad. Ahora era yo y el sonido de mis pasos, algún auto pasando y poco más.
Los dos párrafos anteriores los habré escrito en agosto del 2020 en la ciudad de México, un año más tarde han ocurrido muchas cosas en muchos ámbitos. Un cambio importante es, sin duda, la gran cantidad de comerciantes y prestadores de servicios que utilizan ahora transportes privados y sistemas de grabación con bocinas para promocionarse. A esto se le llama perifoneo, una actividad emparentada con la de aquellas personas que con su sola voz anuncian un servicio o producto (por ejemplo, la llegada del camión con los cilindros de gas se publicita con el grito de el gaaaaaas). El paso del pregonero al perifoneo no solo señala la transformación de una actividad laboral en la ciudad a partir del uso de algún tipo de tecnología básica, apuntaría más bien al impacto en la sonoridad de la ciudad de las dificultades económicas derivadas del cierre de puestos de trabajo en la pandemia. El crecimiento del sector informal suena a esto: una venta casi interminable de tamales, esquites, patas de pollo, helados, aguacates; música de marimbas, trompetas y acordeones; al parejo de esto circulan camionetas que anuncian: “se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras…”
La regulación del ámbito privado supone algún tipo de capacidad de control por parte de los habitantes. Cerrar y abrir puertas y ventanas son actos que realiza el residente para visibilizar y dejarse ver; sobre estas atmósferas auditivas que he comentado no hay control posible, son una suerte de virus acústico capaz de filtrarse por cualquier rendija y que se recibe con las mandíbulas apretadas.
La nueva composición del paisaje sonoro local señala igualmente las escasas y no aplicadas normativas sobre la regulación del ruido en la ciudad. Solo en los días más intensos de la pandemia se señaló, por parte del gobierno de la ciudad, que fiestas y reuniones eran inapropiadas. En el lenguaje oficial hubo mucho cuidado de no mencionar la palabra prohibición, aunque esa fuese la idea. Denunciar vecinos festejosos implicaba ejercer una mirada moral tanto sobre el sonido/ruido de las reuniones como de su carácter contaminante. Por breve tiempo el habitante pudo protestar con eficacia.
II.
En los últimos días de las jacarandas en la ciudad la vida en las calles ha recuperado su intensidad habitual: personas caminando, autos pasando, comercios abiertos. Si algo falta para tener una cotidianeidad completa son las escuelas abiertas, ver, escuchar a los niños y jóvenes en la calle, y todas las actividades comerciales a su alrededor, antes y después de la jornada escolar.
Los rostros, los ajenos y el propio, se muestran incompletos. El cubrebocas forma parte de un mundo sensorial intervenido. El rostro pierde expresividad, la voz se escucha ligeramente apagada, y la ausencia de su uso en la calle es rápidamente evaluada en términos morales, aunque no necesariamente sancionada. El buen ciudadano oculta la mitad del rostro y recorre calles con nuevos registros en los sentidos: de los comercios salen los fuertes olores de la limpieza química que se enmascara en nombres que remiten a la naturaleza (aroma primavera, toronja roja, lavanda, mar fresco, pasión de frutas), los comercios de comida preparada colocan mesas sobre la acera para salir al paso del transeúnte, la mezcla compleja de sonidos circundantes está ahí (voces, autos, motocicletas, bicicletas, pájaros, aviones), el aire que respiramos es corto, es el nuestro sin renovarse; las manos ya no se tocan entre ellas.
III.
En septiembre del 2017 un temblor se sintió de nueva cuenta en la ciudad, diversas áreas resultaron con daños de consideración. Algunos edificios sufrieron afectaciones estructurales y han sido demolidos para construir en ese mismo predio vivienda nueva. Como bien rememora Bieletto-Bueno (2020), en los trabajos de rescate en edificios colapsados el puño en alto significaba guardar silencio para escuchar mejor cualquier sonido en los escombros.
Referencias
BIELETTO-BUENO, Natalia (2020). “Resignificaciones sociales del silencio y socialidad de la escucha en Ciudad de México. Memoria, historia y sentidos en el México contemporáneo”. En: SABIDO, Olga. “Sentidos, emociones y artefactos: enfoques relacionales” [artículo en línea]. Digithum, n.º 25, págs. 1-13. Universitat Oberta de Catalunya y Universidad de Antioquia. http://doi.org/10.7238/d.v0i25.3202
Presentación
Reverberaciones sensoriales: prácticas de investigación y ejercicios de registro en tiempos de transformación de nuestros ambientes
Por Miguel Ángel Aguilar y Francisca AvilésI. El taller “Movimiento y sensorialidades urbanas”
Nos encontramos por primera vez en abril de 2021 con el propósito de hacer un ejercicio colectivo de reflexión en torno a las sensorialidades que perviven en nuestras experiencias de movimiento por la ciudad. Como RICMO, invitamos a Miguel Ángel a proponer una actividad que permitiera trabajar y experimentar con estas temáticas, generar una provocación, un asomo al campo. La modalidad del taller fue nuestra aliada, ya que permitió poner en común coordenadas conceptuales y trayectorias temáticas, así como también tender puentes entre nuestras experiencias y escenarios actuales de investigación afectados por la pandemia del covid-19. El formato nos permitió crear lazos de camaradería, al mismo tiempo que nos invitó a explorar, a salir a la calle a registrar lo vivido y lo observado sin la presión que a veces nos pone la productividad. Nos permitió abrir un espacio holgado para crear y pensar en el marco de nuestras rutinas, en tiempos en que el trabajo se trenzaba indefectiblemente con los tiempos y espacios de las actividades domésticas.
El formato online nos permitió conectarnos panamericanamente: asistentes de México, Costa Rica, Colombia, y Chile, nos unimos en una línea virtual, en dos instancias distantes entre sí por una semana de diferencia. De la primera sesión introductoria al tema, organizada por Miguel Ángel a partir de su trabajo en Ciudad de México, se desprendió un encargo en común para todos los participantes. A la semana siguiente volvimos con ejercicios hechos y con borradores, dando pie a una conversación distendida que se fue enriqueciendo con las aportaciones de todas y todos. Las hebras sensoriales comenzaron a desperdigarse a partir de las experiencias de las participantes, tejiendo vínculos sutiles de cuando en cuando. Puntos de convergencia para coordenadas geográficas disímiles, especies de reverberaciones. Comenzamos a preguntarnos: ¿se generan persistencias entre el sonido cotidiano que entra por una ventana en la ciudad de México con las alternancias de ruido y silencio que puede percibir una investigadora en la ciudad de Osorno, en el sur de Chile? ¿Qué sensorialidades permiten conectar el viaje en Cali con el viaje en Santiago? ¿De qué manera el rol de quienes son madres traza un hilo común en las experiencias urbanas y en las maneras de conducir el encargo propio? ¿Qué paisajes se están desarticulando y tramando en las cotidianidades de todas estas latitudes? ¿Qué cuerpos percibimos como vulnerables al atender a sus relaciones con las sensorialidades? De estas experiencias reverberando, recogemos impresiones y acordamos emprender un particular esquema de trabajo. Cada ejercicio preparado en el taller se transformará en una columna que será publicada en el sitio web de RICMO en una serie con entregas de frecuencia mensual. Para extender los lazos y la dinámica colaborativa, tomamos la decisión de acompañarnos y editarnos en duplas, con el fin de incentivar la escritura como un acto que nos reúne.
Antes de proseguir con el recuento de los temas y acercamientos desarrollados en las experiencias etnográficas, presentamos a continuación un breve marco de referencia que nos permitirá situar las exploraciones y hallazgos de los participantes del taller.
II. Paréntesis conceptual: movilidad, vida urbana y sensorialidades
Una salida de casa, o entrada en la ciudad, bien puede comenzar con una reflexión sobre cuánto tiempo tardaría uno en llegar a un sitio determinado, la mejor ruta a seguir, y de ahí la/el transeúnte se dejaría llevar por un hilo de pensamiento que corre paralelo a esa ruta trazada en la mente.
Moverse a través de la ciudad es el
contacto minucioso entre habitantes, y las normas que organizan una coreografía
social; todo esto en un amplísimo entorno material que comprende vialidades,
edificaciones, trazas y formas; áreas
verdes y vegetales de todos tamaños y formas que dialogan desde su escasez o
abundancia con la vida social y material de la que forman parte.
Hilos de pensamientos y rutas imaginadas para luego ser practicadas se resuelven en plural, se realizan siguiendo pautas, patrones tácitos en dónde hay formas de estar asumidas o cuestionadas por los participantes. Caminar más cerca o más lejos de un muro, mayor o menor velocidad en los pasos, mirar activamente o resistir miradas, acercarse o alejarse de alguien. Todos ellos son contactos en relación con presencias humanas y materiales. Caminar rápido de noche por lugares solitarios anticipa contactos posibles o simplemente los recrea con la misma contundencia. Una forma de moverse, de llevar el cuerpo, deja adivinar el hilo de fantasías que sostienen los pasos.
Personales o colectivos, en solitario o en relación, los desplazamientos en la ciudad permiten mirar y producir una amplia gama de dimensiones analíticas desde relaciones entre habitantes y entornos construidos. Una clave de análisis en desarrollo que se puede utilizar en el abordaje de estos vínculos es la dimensión sensorial. Experimentamos un mundo perceptual cuando desde el movimiento entramos en contacto sensorial con lugares y personas que son parte de nuestros escenarios cotidianos. Olores, sonidos, sensaciones corporales, y lo visto se combina de manera inédita o persistente para dar cuenta de formas sociales de estar en lo urbano.
Los datos de los sentidos vueltos percepciones se inscriben en una lógica social y cultural que guía su empleo y significado. En un artículo en el que hace una semblanza del campo de los estudios sensoriales David Howes (2014), uno de los principales impulsores de esta temática, comenta una idea de Constance Classen en torno a modelos sensoriales del mundo que operan como mecanismo de sentido culturalmente compartidos y a partir de este antecedente propone que “cada orden de los sentidos es al mismo tiempo un orden social” (p. 18). El sustrato de esta propuesta, compartida por diversos autores (Le Breton, 2007; Pink, 2015) es relevante en diversas direcciones. Por un lado, se afirma la existencia de un orden sensorial, de modo tal que los sentidos no son empleados con independencia unos y de otros y de manera azarosa, como tampoco lo son en relación a contextos y situaciones sociales. Descartar la arbitrariedad plantearía entonces la búsqueda de regularidades y estructuras comunes. Por el otro, la manera en que empleamos y hacemos comprensible la información de los sentidos se inserta activamente en una distribución social de poder, jerarquías, diferencias, semejanzas y distancias, es decir, participa de principios de diferenciación existentes en el mundo social.
Desplacémonos ahora a la ciudad Ho Chi Minh, en Vietnam, donde la movilidad cotidiana es compleja y se desarrolla de manera multimodal. ¿Sensorialmente qué ocurre en este contexto múltiple y aparatoso? Señala Caherine Earl (2018) que “las interfaces sensoriales que se producen en los desplazamientos por auto, motocicleta y el caminar son las zonas de encuentro, en donde los agentes sociales pueden experimentar conscientemente y reconocer las diferenciaciones sociales” (p.47). En el relato que hace de los desplazamientos en autobús o en taxi están presentes los encuentros imprevistos y las condiciones cambiantes del clima. Una lluvia modifica sensorialmente el traslado en autobús: secos y mojados se reconocen y evitan. Quien viaja en automóvil controla el espacio alrededor de sí mismo y al subir o bajar de la ventanilla se acerca o aleja de olores y ruidos circundantes. Atenuar experiencias sensoriales pasa entonces por el empleo de formas privadas de desplazamiento, a diferencia de las públicas en donde tal capacidad de manejo de lo sensorial está restringida. Con todo, hay también que pensar, propone la autora, que nuevas formas de movilidad podrían transformar paisajes sensoriales urbanos, pero sin alterar procesos de distinción social. Esto abre entonces diversas preguntas sobre la relación entre sensorialidades y diferenciación social. Se puede reflexionar: ¿en qué condiciones la forma de experimentar y recrear el mundo sensorial reproduce y ahonda estas diferenciaciones, y en cuáles las subvierte y cuestiona? Cuáles son los efectos de estos usos de las sensorialidades podrían ser las siguientes interrogantes.
Siguiendo la línea de reflexión propuesta en el caso anterior sería entonces interesante preguntarnos no solo por la dimensión sensorial como parte de un proceso de diferenciación, sino también por las características mismas de aquello experimentado. Qué hace que un sonido, un olor, una textura sea atractiva o repulsiva, cuál ha sido el proceso a través del cual se le codifica de una forma y no de otra. Evidentemente no hay una respuesta única, pero seguir por esta senda reflexiva probablemente llevaría a una arqueología de las huellas sensoriales, su textura significativa.
En relación al tema de los sentidos y el lugar, una referencia muy sugerente es el trabajo realizado por el antropólogo norteamericano Steven Feld (2005) en Papúa Nueva Guinea. Su interés es abordar el uso de los sentidos y la sensorialidad subyacente a los procesos de nominación y evocación poética, considerando estos elementos como centrales para la creación de un sentido del lugar. En este proceso es particularmente importante la comprensión del sonido, su producción y su escucha entre los Kaluli de Bosavi[1]. Con todo, no se trata solo de pensar de manera aislada el sonido y su papel en la conformación de una cultura sensorial, sino en el interjuego de lo táctil, lo sonoro, lo visual en movimiento y la percepción corporal. Para dar fuerza a este conjunto de relaciones Feld elabora el concepto de acustemología, que significa “la exploración de sensibilidades sónicas, específicamente las formas en las cuales el sonido es central a la comprensión, al conocimiento, a la verdad experiencial. Esto parece particularmente relevante para entender la interrelación de sonido y el balance sentido en la sensorialidad y sensualidad del lugar, del hacer lugar” (p. 97). La mezcla de reflexividad y reverberación (no solo sónica sino también evocativa) es central a la idea de lugar, producido no solo por el mero estar ahí sino por un arreglo de prácticas sensoriales.
En la selva tropical el sonido se
transmite de una manera difuminada, entre vegetación, lluvia y riachuelos. En
este mundo sensible se vuelve importante el concepto de voltear algo para
llegar a un interior, como una hoja que se gira, y así se conforma la idea de
que las cosas son más de lo que se puede apreciar a simple vista; contienen una
profundidad hecha de resonancias y sutilezas. Otro concepto relevante en esta
constelación de sentidos es el del flujo (flow)
que tiene que ver tanto con la sensualidad del agua en la morfología del
terreno, como con la voz que fluye y conecta el cuerpo al pensar, sentir y
moverse. Estas nociones de flujo se fusionan en la performance de mapas de
senderos que aparecen en las canciones poéticas de los Kaluli.
Se podría profundizar en las
investigaciones de Feld, con todo, lo importante en este caso es señalar la
manera en que a partir del análisis de información sensorial como el sonido, la
vista y lo táctil es posible acceder a formas culturales que estructuran la
memoria, y el sentido del lugar a partir de ricas experiencias sensibles.
Para seguir explorando posibilidades
de análisis sensorial, y regresando ahora al ámbito urbano, quisiera traer a
colación la idea de proximidad sensible y su relación con el género a partir de
un trabajo de investigación realizado por Olga Sabido[2]
(2020). Se reconoce la importancia de Simmel para el análisis sociológico de
los sentidos a partir de dos categorías centrales: la de proximidad sensible y
la de intercambio de efectos. Ambas suponen un elemento de relacionalidad en la
vida social a partir de las dimensiones de proximidad y distancia. Se participa
en una situación social no de manera unilateral, sino en un intercambio de
pautas comunicativas que establecen una relación en cualquiera de sus tipos,
pensar por ejemplo en las maneras en que
puede desarrollarse la mirada interpersonal con sus múltiples efectos y
afectaciones. En este mismo trabajo que se reseña se pregunta a jóvenes mujeres
universitarias sobre situaciones desagradables que hubieran vivido en
desplazamiento por la calle y con qué sentidos la asociaban. La proximidad
sensible anónima se asocia con calles oscuras, caminar solas, se recuerdan las
situaciones como húmedas y frías. La situación
de vulnerabilidad o violencia
sería indisociable entonces, para quien la vive, de un componente sensorial que
le da una contundencia particular al momento de experimentarse y hace que
permanezca vívidamente en el recuerdo. Es el caso, en relación con el cuerpo,
de ser tocadas en alguna parte, escuchar sonidos particulares de la situación
(pasos, voces, gritos), olores (algunos vinculados con el alcohol), contacto
con fluidos corporales, mirar la forma en que son miradas.
Kelvin E. Y. Low y Devorah Kalekin-
Fishman (2018) editaron un libro sobre
sentidos en la ciudad. En el capítulo final buscan hacer un balance de las
investigaciones que ahí han presentado y abrir nuevas perspectivas sobre el
campo. Una observación interesante que hacen tiene que ver con la necesidad de
explicar cómo la dimensión sensorial se encuentra entrelazada con la vida
urbana y de ahí desentrañar sentidos más allá de rutinas y formas de estar en
la ciudad por lo común naturalizadas. La actividad continua de extrañamiento y
búsqueda de relaciones no evidentes resulta crucial al momento de plantearse
una aproximación sensorial a las maneras de desplazarse y significar la urbe.
En este mínimo apartado conceptual se ha buscado delinear a grandes trazos algunos aportes y temas posibles de indagación sobre la relación entre movilidad, vida urbana y sensorialidades. Queda ahora dialogar con los aportes de los participantes en el taller y así participar de un estimulante proceso de enriquecer un tema de investigación, al tiempo que generamos nueva información sobre nuestros escenarios habituales.
III. La serie de columnas
El taller acontece en un tiempo particular: el de la pandemia. Por lo tanto, cada columna se torna un relato de la actualidad que habla del acto de estar, de confinarse o de moverse en estas etapas transitivas, así como de las nuevas ecologías de las sensorialidades y de la percepción bajo la crisis que nos toca vivir. Las columnas documentan nuevas distribuciones del sentir y del atender, registran maneras de percibir nuestros espacios próximos y aquellos que se han vuelto lejanos. A través de ellas documentamos fragmentos de experiencias, contraposiciones de situaciones y tiempos, a la vez que se manifiestan todo tipo de anhelos. Echamos mano de recuerdos experienciales pre-pandemia. Sin darnos mucha cuenta, la pertinencia de un taller sobre sentidos, sensorialidades, maneras de movernos, se asoma como clave para el presente. Cuando la posibilidad de llegar a perder sentidos como el olfato o el gusto a causa de una enfermedad como el Covid-19 está justo frente a nuestras narices; cuando debemos resguardarnos en casa, apuntando a reducir el con‘tacto’ con otros y con los espacios materiales de nuestras ciudades, dialogar sobre qué pasa con nuestra vida sensorial y qué transformaciones estamos viviendo en las maneras de ser y estar es fundamental en cuanto somos investigadores de lo urbano. Como parte de la invitación de RICMO, se trata -más que nunca- de comprender cómo precisamente el cuerpo se ha vuelto un lugar central y problemático desde donde estudiar el presente; y la movilidad o su contracara, la inmovilidad, un fenómeno puesto en cuestión a la luz de los dictámenes biopolíticos. En reacción a esto, ¿de qué maneras contestamos como investigadores, con nuestros cuerpos, emociones y reflexiones, a las lógicas que nos impone este escenario? ¿Cómo nos adaptamos o transformamos ante los cambios drásticos en nuestros entornos y sus nuevas normas?
Las columnas que serán publicadas en los próximos meses retratan la cotidianidad y permiten comprender(nos) mejor, abordando diversas prácticas de movimiento y topografías de lo cotidiano: el hogar y sus espacios posibles aún por descubrir; el barrio, los trayectos conocidos con sus hitos reconocibles y revisitados a la luz de los efectos de la pandemia; los paseos habituales vividos desde la perspectiva distinta que puso el encargo sobre nuestras reflexiones y cuerpos. En general se levantan como intentos para volver a descubrir y navegar los entornos, para apuntar a re comprender los vectores sensoriales que nos cruzan: las direccionalidades del sonido, las nuevas distancias y los anillos espaciales o umbrales del hogar y del viaje urbano que se han acortado para varios de los presentes. El ejercicio fue también una manera de estar en y con la ciudad, de distanciarse del ámbito doméstico que hemos tenido todo el tiempo con nosotros, y de buscar desde nuestros cuerpos como primer territorio, aquellos indicios de extrañamiento en la situación que vivimos.
Cada columnista tomó ciertas decisiones: a) temporales: cuándo hacer el ejercicio, qué día y hora para dar cuenta de un paisaje o de unas sensorialidades alimentadas por las actividades de la ciudad; b) de compañía o sociales: ir en soledad o con alguien más, o, decidir experimentar en carne propia las estrategias y recorridos de un cuerpo de características distintas; c) de modalidad: optar por un trayecto a pie, en bicicleta, en transporte público, o incorporar más de uno y sus experiencias sensoriales predominantes; d) de posición: observar en movimiento o desde un punto fijo; e) de modo de registro: a través de anotaciones, dibujos, fotografías o videos. De la conjugación de estas coordenadas, emergen registros de observación heterogéneos que serán publicados a lo largo de los seis meses que durará la serie.
Algunas investigadoras establecen su lugar de observación
en el domicilio y se vuelcan hacia lo que pasa afuera, en las calles próximas,
con atención a lo que se cuela en la propia habitación. Otros investigadores
plasman el tránsito por las calles del barrio, registrando espacios físicos y
prácticas sujetas a las reglas sanitarias, mientras otras atienden a los ires y
venires entre el hogar y la calle, caracterizando y redefiniendo las cualidades
membranosas entre lo que es interior y exterior. Otro grupo de investigadores
sitúa su observación en el espacio público y en los lugares de la movilidad:
buses, bicicleta, auto, calle. A partir de estas posicionalidades, las columnas
describen el ejercicio de los sentidos, sus acentuaciones y sinestesias cotidianas;
los nuevos paisajes sensoriales y los horizontes del oído, tacto, vista, olor y
gusto trenzándose a las motivaciones y maneras de hacer el recorrido cotidiano.
Nos muestran el proceso de aprendizaje corporal que hay tras las formas de
moverse y de sentir, las prácticas adaptativas que toman lugar en la ciudad y
que tienen un impacto en el tejido sensorial urbano. Permiten ver los reordenamientos de los sentidos en el plano de la
experiencia, así como sus conjugaciones en relaciones de contraste entre lo que
hay hoy y lo que teníamos antes -las ausencias y nuevas presencias- en un acto
de asimilación de la pandemia.
Varias otras consideraciones emergieron también a la luz
de los ejercicios y el diálogo colectivo. No quisiéramos dejar fuera estas reflexiones
ya que trazan líneas posibles, que reverberan de nuestras experiencias
socializadas en el espacio del taller:
- ¿Cuál será, al estar en Cali, el sabor del chontaduro? ¿A qué huele el aire de una mañana fresca en Santiago? ¿Cómo se escuchan las voces mediadas por el cubrebocas en ciudad de México? Sería interesante conocer esto de primera mano, y volver así el cuerpo del investigador un instrumento de análisis. Junto con esto hay que pensar que las prácticas alrededor de la experiencia sensorial son materia de análisis. Las maneras de comer el chontaduro, la atmósfera de un aire compartido, las gestualidades y proxémicas en espacios públicos formarían parte de las estrategias de análisis sensorial.
- Se observa un cambio en la cultura visual de las ciudades: nuestros rostros se han transformado con la mascarilla o cubrebocas, incidiendo en las interacciones posibles y en los actos que se despliegan en el espacio urbano. Los rostros semiocultos acentúan el anonimato urbano al tiempo que la inexpresividad gana terreno todos los días. Se ha perdido el contagio frente a las sonrisas ajenas y la breve complicidad de los rostros.
- Entre las columnas advertimos una tendencia a acentuar las descripciones proxémicas y los registros propioceptivos en las maneras de moverse, de advertir estrategias de navegación, de adecuar el cuerpo a ciertas situaciones o movimientos en respuesta a los de otros. Ello da cuenta de esas maneras en que los sentidos de uno y otro se entrelazan y “tocan” socialmente en las interacciones.
- Las distancias interpersonales se han vuelto no solo una manera de prevenir contagios, atestiguan la desconfianza ante los desconocidos a través de la separación de los cuerpos. Desconfianzas que generan a) sentimientos de culpa en las aglomeraciones (quién diría que ahora miro para alejarme); y b) fragilidades, en donde un breve soplido humano puede derribarnos. En las relaciones de distancia, emergen y creamos sensaciones que conforman un estado afectivo, como, por ejemplo, el miedo.
- Hay muchas descripciones y conciencia de las distancias no sólo de cuerpo a cuerpo, sino también expresadas en términos geográficos: de la casa al resto del barrio, o del barrio en relación con el centro de la ciudad.
- Las experiencias sensoriales son fuerzas que remueven y llevan a la acción por sí mismas: a salir a la calle, a subirse al techo, a tomar un autobús.
- Los paisajes sensoriales que se describen en los textos se componen incluyendo los sonidos y fenómenos asociados al tacto: hay varios registros de sensaciones de calor bajo los rayos del sol, o de los efectos de la sudoración.
- La relación con la vegetación en la ciudad comúnmente lleva a consideraciones políticas, ya que tiende a considerarse su presencia como una especie de indicador de lugares de privilegios y de barrios más bien acomodados. En vinculación con esto, se generan alusiones al elemento agua no sólo desde lo sensorial, sino también desde percepciones sociales y lecturas desde la segregación que se vive en los espacios de la ciudad.
- Por último, los ejercicios y textos se comprenden como exploraciones desde el lenguaje para hablar de los sentidos y de experiencias sensoriales, lo que irremediablemente revela la persistencia de una tensión que recorre por completo el campo de pesquisa que estamos abordando.
La exposición anterior nos ha permitido recoger algunos
de los temas posibles que emergen a partir del cruce entre sensorialidad, movimiento
y vida urbana. Las columnas sin duda que enriquecerán esta discusión al
presentar una variedad de aproximaciones y perspectivas metodológicas, y de
paso, sugerir preguntas nuevas y originales al tema que nos convoca.
Referencias
Earl, Catherine (2018). “Senses of distinction, social differentiation, metro- mobillities and daily life in Ho Chi Minh City” en Low, Kelvin E.Y., Kalekin-Fishman, Devorah (Eds.), Senses in cities. Experiencies of urban settings, Routledge, New York.
Feld, Steven (2005). “Waterfalls of song: an acustemology of place resounding in Bosavi, Papua New Guinea”, en Feld, Steven, Basso Keith H (2005). Senses of place, Santa Fe, School of American Research Press.
Howes, David (2014). “El creciente campo de los Estudios Sensoriales”. Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, 6 (15),10-26. Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=273231878002
Le Breton, David (2007). El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos. Buenos Aires: Nueva Visión.
Low, Kelvin E.Y., & Kalekin-Fishman, Devorah (Eds.) (2018). Senses in cities. Experiencies of urban settings. Routledge, New York.
Pink, Sarah (2015). Doing sensory ethnography. Thousand Oaks, Sage.
Sabido, Olga, (2020) “La proximidad sensible y el género en las grandes urbes: una perspectiva sensorial”. Estudios Sociológicos, Vol. 38, No. 112.
[1] El libro de Feld Sound and Sentiment: Birds, Weeping, Poetics, and Song in Kaluli Expression, Duke University Press, publicado originalmente en 1982 (dedicado a Charlie Parker, John Coltrane, y Charles Mingus, hacedores de continentes sonoros), es una cautivadora invitación a explorar las presencias contenidas en los sonidos.
[2] Es también coordinadora, entre otros trabajos sobre lo sensorial, de un libro lleno de pistas para seguir estudiando el tema: Sabido, Olga (2019) (coordinadora). Los sentidos del cuerpo: un giro sensorial en la investigación social y los estudios de género, México, UNAM / CIEG, .