Experimentar la memoria del cuerpo como entrada a la investigación
Por Dominique Damjanic, Paula Fontalvo y Gerardo Mora
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 25 de noviembre de 2020)
El espíritu de esta serie de columnas es compartir experiencias en las que mostramos cómo nuestros cuerpos participan en labores de investigación para que otras personas puedan aprender y nutrirse de ellas en sus propios procesos de “devenir” investigadoras e investigadores. En esta ocasión se compartirá una experiencia académica que buscó empujar, corporalmente, ese “devenir” en un grupo de estudiantes.
***
“Todo trabajo de campo es siempre una actividad corporizada, es decir, no podemos separar nuestra corporalidad de nuestra capacidad de investigar” y hacer trabajo de campo requiere de un “aprendizaje corporal” para posibilitar la inserción “en el campo” y la comprensión de ciertas prácticas (Concha, 2020). Por lo tanto, iniciarse en la investigación -esa que incluye trabajo de campo- implica comenzar un camino de aprendizaje corporal.
En ese camino de aprendizaje corporal hay que “generar una intuición”, esto es, “una sensibilidad que se genera (...) gracias a la experiencia recurrente de situaciones similares o de situaciones que resuenan entre sí” (Martínez, 2020). Es, entonces, tarea docente exponer al estudiantado a experiencias, recurrentes y resonantes, que pudieran alimentar esa intuición.
Se suele esperar que a la intuición le acompañe la empatía, como si la segunda fuese un punto, un objeto o un nivel alcanzable. La empatía es parte de un ejercicio constante, de una práctica, no es un objetivo a lograr, sino “un lento y trabajoso proceso de empatización, movilizado por la persistente tarea de hacer algo juntos” (Muñoz, 2020, destacado en el original). Tal como se indicó para las dos claves comprensivas anteriormente dadas, iniciar en la investigación cualitativa de campo implica exponer al cuerpo aprendiz a ejercicios que lleven, en este caso, a una comprensión utópica de la empatía. Utópico en el sentido atribuido a Eduardo Galeano, es decir, la empatía como un horizonte que nos motiva a movernos en esa dirección.
Expuestos brevemente estos tres puntos señalados en columnas anteriores de esta serie: aprendizaje corporal, intuición y empatización, pasamos a revisar con ellos sobre la mesa una experiencia académica que invitó a un grupo curso a entrar en el campo de la investigación.
***
En marzo del año 2018, dentro la cátedra Needfinding del magíster de Diseño Avanzado (PUC) el equipo docente, formado por el profesor Gerardo Mora y la ayudante Paula Fontalvo, invitó a Dominique Damjanic (estudiante de segundo año de Diseño UC) a elaborar y guiar un ejercicio que permitiese explorar perceptiva y afectivamente la memoria corporal, a partir de su propia experiencia y autorreflexión.
Este ejercicio fue realizado en la primera clase y buscaba mover al grupo hacia una comprensión corporal del siguiente enunciado: para aprender a investigar toca exponerse, vincularse y estar dispuesto a cambiar.
Las características del ejercicio creado por Dominique buscaban incomodar al grupo curso. Lo mismo podría suceder con ciertas diferencias corporales entre estudiantes y guía del ejercicio.
Dominique es “ciega”, en contraposición el estudiantado que era “normal”. Usamos comillas para destacar que se trata de categorías complejas y abiertas. Lo “normal” parece referir a “nada que informar, nada que la distinga”. Lo cual no dice mucho. En cambio “ciega” es una palabra que, a veces, preferimos evitar. Lo cual dice mucho. Incluso a veces de ella dicen que es “no vidente”. Es oportuno señalar que nadie involucrado en este ejercicio es vidente.
Además, se trataba de una estudiante de pregrado guiando a estudiantes de posgrado en una actividad académica que ella misma había diseñado. Su edad también podía hacer ruido, tenía entre cinco y veinte años menos que el resto de la concurrencia.
Cabe aclarar que no se buscaba incomodar en el sentido de provocar molestias, sino de dificultar el descanso. Se consideraba necesario mantener al grupo curso en alerta.
A continuación se presenta el ejercicio elaborado por Dominique e ilustrado por Paula.
***
Para desarrollar un ejercicio a través del cual se pueda representar cómo funciona la memoria corporal, se va a usar la maqueta de la abstracción de un dormitorio.
Esta maqueta consiste en una caja de cartón sin una de sus caras, la cual tiene su base cubierta con harina o arena. También se tienen los elementos básicos y más comunes de un dormitorio como una cama, un velador, un escritorio, la puerta, el clóset. Estos objetos deben estar construidos con alambre, palos de maqueta o algún otro material que corresponda con la “solidez” propia de estos objetos llamados “inamovibles”, debido a su ubicación relativamente fija y constante dentro del espacio en el que se encuentran.
Por otro lado, también se deben tener representaciones de los “objetos movibles”, como lo son por ejemplo los zapatos, el bolso, la cartera, papeles que se suelen dejar sobre el escritorio, la chaqueta, etc. Estos tienen ciertos lugares en donde solemos dejarlos, pero no siempre están ahí porque tendemos a moverlos constantemente, ya sea porque los estamos usando o que los tenemos guardados. Éstos objetos se representan con hilo o algún material que táctilmente dé una sensación comparativamente efímera, como la que caracteriza a estos objetos con respecto a la memoria corporal.
Además, se debe representar a la persona en cuestión, ya sea con palos de maqueta o cualquier otro material firme.
Una vez que ya se tienen todos estos elementos, se comienza el ejercicio:
En primer lugar, se pide a alguien que distribuya los elementos de la misma manera en que están en su propia habitación, dejando fuera algunos objetos si es que lo estima conveniente.
Entonces, se le indica que, con un dedo, marque los distintos recorridos que realiza en su pieza, registrándolos en la harina. Debe hacerlo considerando el tiempo. Es decir, ha de mostrar el orden de determinado espacio (su pieza) en un determinado momento. Para esto debe considerar la hora, si es día hábil o fin de semana, junto a otros criterios que la persona considere relevantes (época del año, presencia de otras personas en la casa, carga laboral, etc.). Así se muestra cómo es que la memoria corporal conoce el espacio y qué es lo que le influye.
Luego, para la segunda parte del ejercicio, se le deben vendar los ojos. Entonces se le cambian de lugar los objetos movibles, dejando incluso algunos fuera de la maqueta. Después se le indica que con las manos busque los objetos que se le van pidiendo, empezando por los objetos inamovibles, para seguir con los objetos movibles, los cuales ya no van a estar donde los busca. Esto le generará confusión, frustración o algún sentimiento negativo, que le permitirá entender en primera persona cómo es que la memoria corporal conoce el entorno y qué cosas puede realmente llegar a conocer con certeza.
***
Realizamos el ejercicio en un patio interior del campus Lo Contador, para evadir el escenario habitual de las clases e insistir en la necesidad de mantener al curso atento. La experiencia colectiva (del grupo curso) e individual (para cada estudiante) permitió abrir la puerta a investigar con el cuerpo, tanto con metodologías que hagan preguntas corporales como con el propio cuerpo como dispositivo de investigación.
Nadie se llevó ninguna certeza ese día, ni siquiera el equipo docente o la invitada. Fue un espacio-tiempo fértil para la duda, la inquietud y la incomodidad. Además, dejó establecida la pertinencia de “incorporar nuestros sentires a nuestras prácticas de investigación, tanto al trabajo de campo, como al análisis, la escritura y las lecturas”, pues “puede darnos pistas importantes acerca de lo que buscamos comprender” (Martínez, 2020).
En ese sentido, este ejercicio académico se planteó como una primera sesión de entrenamiento para el aprendizaje corporal de las tareas de investigación de campo, para sembrar las semillas de cierta intuición, para iniciar la práctica de la empatización y para comenzar a (re)conocerse como persona que investiga. Lo compartimos acá por su potencialidades propedéuticas.
Columnas citadas
Concha, Paz (2020). Entrenar el cuerpo como medio y objeto en la investigación etnográfica
Martínez, Soledad (2020). Un asunto de sentires: el rol de la intuición al hacer etnografía
Muñoz, Daniel (2020). Empatía como un 'viajar juntos': Lidiando con las diferencias corporales en el viaje acompañado
El cuerpo que materna es el mismo que investiga
Por Francisca Avilés
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 1 de octubre de 2020)
En esta columna presento una reflexión sobre el cuerpo de madre lactante en el trabajo de campo, a partir de mi propia experiencia.
Cuando ya han pasado tres años y medio del nacimiento de mi hije, pienso retroactivamente que sería interesante hacer un registro y reflexión de los procesos y desplazamientos que vive el cuerpo durante el embarazo, el posparto y la etapa de la lactancia. La noción de desplazamiento permite pensar en los movimientos que ocurren íntimamente a través del cuerpo, pero también convocar los traslados y lo que nos ocurre en nuestros recorridos por la ciudad como madres, evocar las sensaciones y fenómenos particulares que (nos) pasan en la calle.
En términos físicos, es sabido que varios órganos atraviesan por lentos cambios de estado, por movimientos de expansión durante el embarazo, y de contracción en el posparto: el útero, los entuertos, la piel del vientre que comienza lentamente a recogerse, tardando tal vez años en ese proceso. Inicia la lactancia que provoca inflamaciones, bultos, congestiones, pero también laxitudes y estados oscilantes de llenos y vacíos. La propiocepción tiende a agudizarse y hay un re-conocimiento intensivo de ese nuevo cuerpo de puérpera, rítmico, como un territorio por aprender.
Hay también otros desplazamientos en el orden de los pensamientos, de los sentidos de urgencia, de los márgenes de tiempo de la vida práctica lejos del hogar. La salida de casa, por ejemplo, se reconfigura durante la lactancia, lo que significa calcular las horas fuera antes de volver a amamantar. Solemos conocer de oídas los relatos de tácticas y estrategias de madres en su regreso a algunos tipos de trabajos, y en ese sentido, esto que menciono no es nada nuevo. Sin embargo, en relación a los temas que nos convocan, lo que quiero precisar y exponer es que ese cálculo de horas no es sólo cuantitativo, con medición en minutos, sino que es el mismo cuerpo el que comienza a avisar, como una bomba de tiempo. Hay una latencia que se toma los lugares de la caminata, que avisa en la micro, en el metro. Esté cerca o lejos de mi hogar, lo que emergen son señales orgánicas de un ritmo correspondiéndose con el de otre en la distancia.
Estos recordatorios del cuerpo modulan la experiencia urbana del desplazamiento de una madre lactante. Se intensifica la presencia de un lazo físico y amoroso, pero también restrictivo, por qué no decirlo, que transforma las relaciones entre lo íntimo y lo público en la calle. La ciudad pasa a experimentarse bajo el recordatorio del regreso a casa, para nutrir, vaciar el cuerpo tensado, y re-unirse en el lecho, agitada o tiernamente, en el mejor caso.
Reflexiono sobre esto porque a los seis meses del nacimiento de mi hije salí a hacer la etapa más intensa de mi trabajo de campo, que consistió en realizar caminatas por Santiago acompañando a los participantes de mi investigación doctoral en sus recorridos habituales. La tesis exploró cómo aparece y se significa la ciudad caminada cotidiana desde lo sensible. Esto vincula las percepciones mediadas por los sentidos con ejercicios de memorias que se anclan a los lugares, develando ineludiblemente las relaciones y aspectos políticos de tal experiencia. En el trabajo de campo, las caminatas fueron siempre distintas con cada persona. De las veintisiete, cada una de ellas tuvo extensiones variables en tiempo y longitud, abarcando comunas diversas de acuerdo a las rutas que cada persona consideraba como sus cotidianas.
En esta manera de reincorporarme a la investigación como madre lactante, intenté hacer lo propio de un trabajo etnográfico: acompañar a mis participantes, para así lograr comprender su apreciación estética del camino bajo sus propios esquemas y cadenas de actividades. Pero no podía estar lejos de mi hije más de medio día y si bien esto no fue demasiado problemático, en algunas ocasiones tuve que retirarme del campo pese a tener la posibilidad de seguir acompañando a mis participantes, investigando. Tampoco, por ejemplo, busqué caminatas de noche. No habría podido hacerlas. Por el lado más obvio, estaban las necesidades de alimentación de mi hije, pero lo que quiero traer como imagen, al frente, es mi propio cuerpo avisándome -latiendo con mamas inflamadas y endurecidas, de esta necesidad de regresar. Algunas caminatas fueron largas, al sol, con calor, deshidratantes si no tomaba precauciones. No reniego de todo esto; sólo busco expresar que nuestro trabajo de campo en prácticas de movilidad cotidiana, como madres lactantes, puede ser intenso y demandante a nivel físico y psicológico.
Hoy, con la distancia del tiempo y desde mi experiencia personal, me pregunto qué tanto podemos transparentar de estos procesos (de vida y cuerpo) sin sentirnos impostoras. ¿Pueden ellos emerger con mayor honestidad en nuestras investigaciones? ¿Cómo trabajamos para aceptarlos, incluirlos, validarlos? ¿Por qué, aunque haya una conciencia de su importancia, tendemos más bien a omitirlos?
Personalmente, la ciudad se me abrió durante ese tiempo. Después de casi un año con mis energías puestas en el nido, las personas me la enseñaron y yo aprendí de ellas y de sus propias maneras de caminar y habitar, al tiempo que recorrí otro camino de aprendizaje propio: re-aprendía a caminar habitando este nuevo cuerpo en sintonía con los requerimientos de otre más pequeñe, como un proceso paralelo al de mi investigación, al de la calle, al de la ciudad de mis participantes. Como ya algunas colegas han dicho a lo largo de esta serie de columnas, el trabajo que atiende a otros cuerpos siempre espejea y reverbera con el propio cuerpo, sintoniza con nuestras sensaciones y con la ciudad que encorporamos. Apuntamos al horizonte compartido. Y esto es alentador porque permite también hacerse preguntas reflexivas: ¿cómo llevar esto a cabo cuando en el campo ‘tomas nota’ de ese otro que es tu participante, pero al mismo tiempo te vas aproximando a tu propia diferencia en proceso? ¿Cómo haces esto cuando tu cuerpo está aprendiendo a estar de nuevo en la calle con sus tiempos maternantes? El cuerpo no compartimenta las esferas de la vida. Maternidad y trabajo, o maternidad e investigación, en este caso, siempre se entretejen y reúnen a través del cuerpo. La lactancia fue solo la cara más palpable de estos múltiples y nuevos desplazamientos.
Diarios (de campo) de bicicleta
Por Paola Castañeda
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 15 de septiembre de 2020)
Foto por Erick Tapia
Me hice investigadora pedaleando y, a su vez,
me hice ciclista investigando. No podría haber sido de otra forma: mi interés
por la geografía urbana nació a raíz de un encuentro con una masa de ciclistas
que vi pasar una noche en Bogotá. El interés que me despertó aquello a lo que
ahora le puedo poner nombre (“rodada”, “bicipaseo” o “cicletada”, según la
latitud) me llevó a darle un vuelco a mi proyecto de maestría; a mis prácticas
habituales de movilidad; y me obligó a educar a mi cuerpo con la bicicleta para
afinarlo como herramienta de investigación. Mi cuerpo, acostumbrado a las
prácticas sedentarias de mi primera disciplina, la historia, salió de los
confines del archivo para aprender a pedalear en el tráfico bogotano, y
aprehender la ciudad pedaleando. Lo que esta experiencia despertó me condujo a
profundizar sobre el ciclismo urbano y a investigar el activismo de la
bicicleta en América Latina como proyecto doctoral.
Este doble e indivisible proceso de aprender a moverme con la bicicleta y aprender a investigar con y desde la bici ha implicado el desarrollo de ciertas sensibilidades y de una correspondencia con el mundo. Esto es, siguiendo a Tim Ingold, un proceso de tornarse atenta y responsable[1] -- un proceso de educar la atención. De esta manera, he podido desarrollar una sensibilidad que comparto con mis sujetos de investigación: al desplazarme siento la alegría y el goce que mueve a las personas a movilizarse en pro de la bicicleta; siento también el desconcierto de quien ha afinado su visión de manubrio para percibir las desigualdades en la movilidad urbana y se organiza para exigir y proponer mejores condiciones de accesibilidad, caminabilidad y en el transporte público. Así, mi mirada académica sobre la ciudad en movimiento parte de la experiencia misma de moverme y acercarme a “lo urbano” desde las preguntas que surgen al andar, sola y con otras personas.
Con el tiempo mi máquina ciclista -- el
entrecruzamiento entre mis capacidades corporales y cognitivas y las
posibilidades que extiende la bicicleta -- ha ido incorporado destrezas y
sumado kilómetros. Es imposible no recordar el dolor en el pecho al llegar a la
cima de mi primer puente en mi primera salida. Tampoco podría olvidar lo
vulnerable que me sentía dando torpes pedalazos en una bicicleta ajena, sin
saber usar los cambios, con el tráfico amenazante pasándome de largo mientras
jadeaba para hacer el cortísimo ascenso que me reclamaba el patético estado
físico de mi cuerpo, agudizado por los 2600 metros que separan a Bogotá del
nivel del mar.
Los torpes movimientos de mis primeras salidas
han dado paso a agudizar los sentidos para poder negociar el tráfico con
confianza y adaptarme a nuevos entornos. Salir de Bogotá para
pedalear-investigar en Santiago y luego en Ciudad de México me obligó a
re-aprender y ajustar mi pedaleo a las facilidades y desafíos de cada
ciudad. Con todo, la constante del
tráfico inclemente de las grandes urbes latinoamericanas no permite que se
desvanezca por completo aquella sensación de vulnerabilidad. Pues bien, moverse
en bicicleta nos vuelve alerta a la susceptibilidad de nuestra condición
corpórea frente a las capacidades destructivas del automóvil - sin duda una
experiencia que anima a les activistas a reclamar “ciudades más humanas”. Es
así como me supe sumamente frágil y vulnerable cuando un bus del Transantiago
me pasó a escasos centímetros del manubrio; también cuando pedaleaba sola, bajo
el sol del mediodía, perdida y agotada, tratando de volver a mi casa en el
centro de la Ciudad de México, desde las afueras de la ciudad; cada vez que me
he enfrentado al acoso callejero; y he llorado de la angustia y el dolor viendo
mi rodilla pasar por varios tonos de verde y morado después de una fuerte caída
en una autopista. En efecto, si algo es cierto, es que cuando investigamos con
la bicicleta nos exponemos a golpes, caídas y cansancio; a los elementos y a la
contaminación; a los casi-accidentes.
“¿A dónde llevo mi cuerpo?” es una pregunta
que tuve que hacerme constantemente. En dar respuesta se conjugan mi (des)conocimiento
de la ciudad, la distancia a recorrer, o si iba sola o en compañía de otres. En
una cicletada, rodeada de cientos de cuerpos, puedo llegar más lejos y sin
mayor preocupación al saberme acompañada y cuidada por la dinámica del grupo,
si bien participar requiere de la destreza para pedalear cómodamente en una
masa. Asimismo, utilizar la bicicleta como medio y objeto de investigación me
permitió generar encuentros móviles y acercarme a los territorios que habitan
mis informantes en compañía de elles y sus relatos. Pedalear con otres, pues,
abre nuevos horizontes de posibilidad para la investigación, pero también
dificulta llevar un registro fidedigno de lo hablado y compartido en
movimiento: no podemos tomar notas mientras pedaleamos! Negociar entre estas
nuevas posibilidades y sus correspondientes dificultades ha sido un proceso de
experimentación. En un comienzo opté por grabar mis observaciones utilizando un
micrófono manos-libres, pero con el tiempo he preferido tomar breves apuntes en
mi celular en los momentos estáticos - “jottings”, o pequeñas palabras que
refrescan la memoria.
Afianzarme en cada ciudad e incorporar sus
particularidades a mi máquina ciclista extendió el radio de mis trayectos, pero
ninguna distancia es recorrida sin el recuerdo constante de que las mujeres en
el espacio público corremos un riesgo singular. Así pues, dónde llevar mi
cuerpo siempre está circunscrito por los espacios y tiempos de peligro (la
noche, la oscuridad, la soledad), y también por el deseo de reclamarlos. La
mirada feminista, también afilada en el transcurso de mi devenir investigadora,
nos permite acercarnos de manera crítica a la movilidad: nevegamos la tensión
entre la libertad y la exposición del cuerpo cuando vamos en bici, y podemos
articular una crítica feminista a la planificación urbana y del transporte a la
vez que nunca dejamos de suplicarle a nuestras compañeras, “Avisa cuando
llegues”.
No quisiera dar la impresión de que hacer investigación con la bicicleta es una experiencia donde se experimentan sólo vulnerabilidad y/o peligro. Lo cierto es que el disfrute de pedalear y de encontrarse con otres en la ciudad es parte de lo que me motiva a continuar con esta línea de investigación. Cuando mis informantes hablan de que “esto” no se entiende hasta que lo haces, lo entiendo -- entiendo que “esto” es un amor y una pasión a menudo desbordantes y que devienen de la emoción de andar por avenidas rápidas; de la tranquilidad que nos brinda pedalear al atardecer, o sentir el viento suave, o encontrar la mirada cómplice de otra personas en bici; del cansancio y el dolor que, extrañamente, se sienten bien; de pedalear y compartir con otres un recorrido (y una cerveza al final del recorrido); y de practicar la movilidad de una manera en la que el cuerpo y los sentidos se involucran plenamente, y nos permite educar la atención para aprehender la ciudad sobre dos ruedas. Ciertamente, al asumir el desafío de investigar la vélomovilidad he sometido a mi cuerpo a un régimen de movilidad que ha cambiado mi forma de habitar la ciudad, y de relacionarme con mi propio cuerpo: de saberme “floja” y sedentaria, el movimiento se convirtió en pasión -- algo por conocer a través del hacer.
[1] En inglés, el juego de palabras “responsive”
> “response-able” denota un proceso de incorporar la capacidad de responder
al mundo con el que nos encontramos. Ver:
https://www.frontiersin.org/articles/10.3389/fpsyg.2019.02378/
Empatía como un 'viajar juntos': Lidiando con las diferencias corporales en el viaje acompañado
Por Daniel Muñoz
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 17 Agosto 2020)
En las últimas décadas, varios investigadores del
campo de los estudios de la movilidad han buscado acercarse al fenómeno desarrollando
herramientas metodológicas que son, en sí mismas, móviles. Autores como Büscher
y Urry (2009) han recalcado la importancia de que los investigadores se
conviertan también en cuerpos móviles, involucrándose e incorporándose en los
trayectos de aquellos cuyas vidas intentan conocerse mejor. En este sentido, la
técnica del “viaje acompañado” se ha convertido en una suerte de carta de
presentación del campo.
Descrito inicialmente por Kusenbach (2003), muchos
otros han continuado usando el viaje acompañado, y reflexionando al respecto (ver Jirón 2012). Sus
atributos se orientan al enriquecimiento del encuentro etnográfico entre
individuos y espacio. Carpiano (2009), por ejemplo, destaca su capacidad de
construir una relación más simétrica entre participantes e investigadores.
Castrodale (2018) también subraya que los viajes acompañados permiten enfocarse
en la relación persona-lugar, ya que la interacción ocurre precisamente en las
tareas cotidianas que los participantes de la investigación realizan en sus
territorios. Ésta es también una razón por la cual los viajes acompañados se
han convertido en una técnica muy extendida en el campo de la Geografía Humana.
Mi experiencia personal realizando viajes acompañados
me ha llevado a reflexionar sobre cómo éstos nos permiten explorar nuestro
propio encuentro; el de dos personas que se acercan, a partir de la práctica de
“hacer algo juntos”. Esto trae al frente nuestras diferencias, visibilizándolas,
mientras “intentamos vivir y movernos del modo en que otros lo hacen” (Lee e
Ingold 2006: 69). Inspirada por su experiencia con metodologías audiovisuales,
Sarah Pink (Pink et al 2017) también reflexiona sobre cómo movernos juntos
puede constituir una plataforma para estar más cerca. Para desarrollar una
forma de empatía.
Y sin embargo, perseguir “empatía” en la investigación
también ha recibido fuertes críticas desde las ciencias sociales. Algunos
autores ven la empatía entre investigador y participante como un “supuesto
fácil”; un estado que para el investigador es simple de declarar, y que puede
llevar a la autocomplacencia (Lather 2008; Watson 2009). Asumir un vínculo
empático conllevaría el riesgo de no reconocer las diferencias que existen
entre nosotros, omitiendo formas de privilegio y opresión dadas por el sencillo
hecho de que el investigador es, casi siempre, el que terminará siendo el autor
de la historia.
Y sin embargo, la empatía no tiene por qué ser
concebida como un estado de cosas; una situación de sintonía que se alcanza
entre el investigador y el “investigado”. Otros autores (Ingold 2000, Pink et
al 2017) lo ven más bien como una práctica, algo a lo que aspiramos y en
que nos ocupamos, que en el día a día perseguimos y rastreamos, más que un
objeto que podemos sencillamente “tener”.
Durante mi investigación doctoral, en la que me he
unido a los viajes cotidianos de personas discapacitadas o con movilidad
reducida en el transporte público de Santiago, esto ha ocupado cada vez más de
mi atención. En el curso de nuestros múltiples viajes acompañados, los
participantes y yo jamás establecimos un tipo de relación en que nuestras
diferencias desaparecieran, emulando un supuesto estado empático en que nos
vemos repentinamente como “iguales”. Por el contrario, diría que nos volvimos
progresivamente más conscientes de nuestras disimilitudes.
Ese ha sido el caso, notoriamente, con Ana. Ella es
una adulta mayor que tiene mal de Parkinson. Su enfermedad afecta su equilibrio
y fuerza, por lo que al desplazarse por la ciudad y utilizar el transporte
público se vale de un andador. En el curso de nuestros viajes
juntos, en micro y en metro al supermercado, ferias, y centros médicos, hemos
podido desplegar un lento y trabajoso proceso de empatización,
movilizado por la persistente tarea de hacer algo juntos. Así, producimos una
forma de sintonización que jamás estuvo del todo completa, siempre
sembrada de dificultades inesperadas, y que requería de constante atención para
continuar creciendo.
Especialmente
durante nuestros primeros viajes, ella me parecería a veces un cuerpo frágil,
vulnerable, expuesto a los ajetreos de hombros y codos poco atentos, aceleradas
y frenadas bruscas, expectativas de tamaño y fuerza que estaban a veces
inscritas en escalones, botones, rampas, y texturas en el piso. Muchas veces vi
a Ana (como tal vez lo hicieron otros usuarios del transporte público) como un
pasajero que requería constante ayuda.
Pero, habiéndonos conocido hace poco,
no me sentía con la confianza de tocarla para, por ejemplo, ayudarla con su
equilibrio. Establecer contacto físico se convertía en una pregunta más grande
al tomar en cuenta nuestras diferencias corporales. Mi configuración corporal
(hombre, delgado, joven, sin prótesis, sin niños, que camina, que ve…) es el
arquetipo específico en torno al cual la totalidad del universo de las
infraestructuras modernas es diseñado y construido. Ella, con su vejez, su
Parkinson, y su andador, habitaba un segmento diferente de ese espectro de la
injusticia.
¿Era empatía lo que movilizaba mi aprensión? ¿O remitía más bien a todo lo contrario; un encasillamiento apresurado de Ana y sus capacidades? ¿De lo que es esperado de una “persona como ella” en el transporte público? ¿Era condescendiente asumir que es mi deber asistirla? ¿Se ofendería si yo interviniese sin su permiso, o solicitud? Y más específicamente, ¿cómo ayudarla? ¿Debía sencillamente tomarla del brazo? ¿O del hombro? ¿O del andador? Mi falta de comprensión de su corporalidad se convertía en mi propia, particular, discapacidad.
Al respecto, Ana no me ofreció orientación alguna. Tal
vez estaba acostumbrada a hacer las cosas por sí sola. O quizás, como yo,
dudaba sobre si era apropiado pedir mi asistencia. Este espacio de dudas se
mantuvo por un tiempo. Entre nuestros cuerpos existía una brecha, un campo de
fuerza que yo no me atrevía a cruzar.
Con el tiempo, esto cambió. Nuestros viajes
compartidos se convirtieron en la plataforma desde la cual nuestros cuerpos se
acompasaron en lo afectivo y en lo táctico. Aprendí a anticiparme cuando Ana
necesitaba ayuda bajando el andador de la micro. Ella, a su vez, se acostumbró
a esta maniobra y la convirtió en parte de su (nuestro) repertorio. Juntos,
desarrollamos nuevas formas de cooperar en la micro y en el tren subterráneo, apoyándonos en una confianza y mutuo entendimiento que jamás necesitó ser
declarada. Fue, más bien, el producto de una acumulación de experiencias
compartidas. Esto no significa que la tarea de empatización como práctica sea fácil, o un proceso sin altibajos. Confusiones, desacuerdos, y malinterpretaciones riegan toda actividad que se realiza con un otro. Es, sin embargo, el trabajo constante del hacer (o viajar, en este caso) juntos lo que posibilita que la relación se movilice, expanda, y acople al entorno espacial.
El progresivo desarrollo de esta confianza
corporeizada hizo que me volviera también cada vez más consciente de mi
propio privilegio corporal; el del “cuerpo normal” que no produce fricción
contra el entorno construido. La categoría no marcada. Nuestras corporalidades
se fueron sintonizando, pero nuestras diferencias siempre fueron patentes. ¿Cómo
podrían no serlo? Lidiar con ellas era parte de nuestros viajes juntos. No creo
que la empatía tenga que ser este ingenuo supuesto del investigador que
anuncia, arrogantemente, que logró disipar sus diferencias con los
participantes de la investigación. La empatía puede ser entendida como una
tarea, cultivada en el enfrentar juntos los desafíos prácticos de la
actividad conjunta. Más que una aspiración a borrar la diferencia, la empatía
puede practicarse a través de la exploración recíproca de
nuestras diferencias. Los viajes acompañados que compartimos se convirtieron en
un espacio para el aprendizaje progresivo y recíproco de los hábitos y
capacidades de cada uno, desde el cual aprendimos a contribuir, sin obviar
nuestras diferencias, a una forma más rica de confianza corporeizada.
Referencias
Büscher, M., &
Urry, J. (2009). Mobile methods and the empirical. European Journal of
Social Theory, 12(1), 99-116.
Carpiano, R. M.
(2009). Come take a walk with me: The “Go-Along” interview as a novel method
for studying the implications of place for health and well-being. Health
& place, 15(1), 263-272.
Castrodale, M. A.
(2018). Mobilizing dis/ability research: A critical discussion of qualitative
go-along interviews in practice. Qualitative inquiry, 24(1),
45-55.
Ingold, T. (2000).
The perception of the environment. Londres: Routledge.
Jirón, P. (2012). Transformándome en la sombra. Bifurcaciones, 10, 1-14.
Kusenbach, M.
(2003). Street phenomenology: The go-along as ethnographic research tool. Ethnography, 4(3),
455-485.
Lather, P. (2008)
“Against empathy, voice and authenticity”, en Voice in Qualitative Inquiry:
Challenging conventional, interpretive, and critical conceptions in qualitative
research, A. Y. Jackson y L. A. Mazzei (Eds.), Oxford: Routledge.
Pink, S.,
Sumartojo, S., Lupton, D., & Heyes LaBond, C. (2017). Empathetic
technologies: digital materiality and video ethnography. Visual Studies, 32(4),
371-381.
Watson, C. (2009).
The ‘impossible vanity’: Uses and abuses of empathy in qualitative inquiry. Qualitative
Research, 9: 105-117.
Hacer, entregar y recuperar un diario de registro
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 31 de julio de 2020)
Caminantes y sus diarios
¿Cómo se registra una caminata? ¿a qué escala? ¿quiénes podrían hacerlo? ¿de qué manera? Nos hicimos esas preguntas cuando quisimos relevar la caminata en el ámbito urbano. Queríamos saber qué les pasaba a otras y otros cuando caminan. Queríamos que caminantes de cualquier lugar de la ciudad contaran su experiencia cotidiana de andar a pie. Nada extraordinario, ningún hallazgo, solo que expresaran lo que quisieran respecto a los pasos que daban para cumplir las actividades que llenaban cada uno de sus días. ¿Para qué? no nos preocupó entonces. Nuestro «querer saber más» no se enmarcaba en una investigación académica sino en una preocupación ciudadana. ¿Será que otras también se visten pensando en qué caminarán media hora? ¿Irán cruzando como yo por los lugares sombreados? ¿Se detendrán en distintas épocas del año para tomar la misma foto frente a un árbol para saber cómo cambian sus colores?
El cuaderno de registro nació como una exploración sobre las maneras de contar historias móviles. Podríamos haber elegido otras: secuencias de fotos, grabadora de voz, videos. De alguna manera pensamos que sentarse a contar sería un buen ejercicio de selección. Un cuaderno de papel, algo así como un diario de vida, nos permitía preguntar y a la vez ser sorprendidas con respuestas impensadas.
Del diseño digital pasamos a la impresión y luego al armado. La mesa del comedor, un par de reglas y corta cartón. Ambas formadas en la carrera de arquitectura, contábamos con la familiaridad de los materiales y al cabo de un rato armamos una coherente cadena de producción del objeto. Ajustamos el plegado de las hojas y afinamos el pegado de las secciones del acordeón. Nos propusimos que los cuadernos tuvieran la belleza de un objeto atesorado, único, que fueran fáciles de llevar para que cada caminante pudiera completarlo cuando quisiera, que cada quien cuidara y sobre todo que lo devolviera. Era como un diario dispuesto a recibir pensamientos, emociones y representaciones de la ciudad de quienes caminan. Así nacieron cuadernos tamaño bolsillo, de alrededor de 12 páginas forrados en mapas antiguos.
Los primeros cuadernos se repartieron entre conocidas y conocidas de nuestras conocidas. El alcance de su distribución era el de nuestras redes pero por sobre todo el de nuestro cuerpo. Acordábamos con cada caminante un punto de reunión al que, generalmente, llegábamos caminando. Nos interceptábamos mutuamente en nuestras rutas cotidianas, una estación de metro, oficinas y las propias casas para entregar y luego recuperar los cuadernos que se debatían entre un préstamo y un regalo para ambas partes. A veces nos tocaba viajar lejos de nuestras rutinas, pero no queríamos perder a ningún caminante que quisiera contarnos su experiencia. Nos descubríamos entre repartidora y caminante tras una breve descripción física, la búsqueda ansiosa de un/a otro/a que también buscaba. El cuaderno en la mano. Era la señal precisa del intercambio. Nerviosismo y complicidad, encuentros breves que inevitablemente compartían frases del tipo «me gusta mucho caminar...», «siempre camino cuando...», «cada día camino desde...». En esta dinámica descubrimos la cantidad de intercambios que se hacen en las estaciones de metro. Entregas diversas de comida, objetos y otras categorías. El subsuelo se transformó en el punto inicial y final de muchas historias de caminantes de superficie.
Después de un par de semanas, los caminantes nos avisaban que habían terminado de completar sus cuadernos y agendábamos su devolución, generalmente en el mismo punto de encuentro. En esta ocasión ya había familiaridad. Ubicarse con la mirada desde lejos, beso en la mejilla, incluso preguntarnos si podían quedarse con el mapa que forraba el cuaderno «de recuerdo». Los descubrimientos a los que había incitado el cuaderno: «hasta ahora nunca había notado lo mucho que me gustaban los árboles en mi camino». Despedirse y someterse reiteradamente a la pregunta «y ahora ¿qué harán con los cuadernos?». Explicar que hasta ese momento solo estaba el «querer saber» pero que pronto esperábamos descubrirlo y comunicarlo.
Al recuperar cada cuaderno nuestra caminata de retorno tenía una fase de sonrojamiento y ansiedad. Es imposible no abrirlo en cuanto se deja atrás al caminante que lo protagoniza, explorarlo rápidamente, ver las partes que dejó vacías, en las que faltó espacio, si dibujó o escribió, los colores que usó, las notas que puso. Éstas últimas son generalmente las más increíbles y pudorosas. Historias de amor, visitas al terapeuta, la memoria de la ciudad, los recuerdos de la familia, el deseo del futuro. El listado de temas es largo y variable. Hay dimensiones físicas y emocionales que construyen la ciudad desde distintos flancos. Algunos son muy críticos mientras que otros son evocativos y constructivos. Nosotras mismas nos obligamos a registrar nuestras caminatas en cada uno de los cuadernos que diseñamos, para enfrentarnos al objeto y ver qué nos pasa cuando lo usamos como esta suerte de diario que te acompaña mientras caminas. Nos hemos dado cuenta que pocas veces lo sacamos mientras estamos caminando, pero que la mayoría de las veces viaja con nosotras en un bolsillo o en una cartera, más bien llegamos al destino y antes de olvidar lo que queremos decir lo anotamos. Nos preguntamos si nuestros caminantes hacen lo mismo.
Cuando nos sentamos a analizar los cuadernos, de forma inevitable abrimos tantos caminos como caminatas realizamos a diario. Trabajadores y estudiantes, mujeres, niñas han sido las grandes comunidades que hemos abordado hasta ahora con los cuadernos. Cada resultado es diferente y de una riqueza enorme. De esta manera ese inicial «querer saber» nos ha llevado espontáneamente al deseo de «querer hacer». Mientras trabajamos en lograrlo nos gusta creer que estamos reconquistando algo que habíamos perdido y que justamente estaba en lo que hacíamos simple y cotidianamente.
Desde los márgenes de la investigación
Por René Catalán
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 20 de julio de 2020)
En la tercera temporada de Westworld, la afamada serie de la cadena
HBO, su protagonista - Dolores - busca desmantelar un mundo en donde las
decisiones personales han sido anticipadas a través de una supercomputadora
denominada Rehoboam, la cual contiene toda la información personal de
los habitantes del mundo. Esta situación queda expresada en el lema “el libre
albedrío no es libre”. Rebohoam entonces, viene a ser la etapa final en
el desarrollo de la inteligencia artificial: una máquina que controla aquello
que estaría en la base de nuestra humanidad.
Rebohoam tiene, sin embargo, un límite:
¿qué sucede más allá de la acción que se enmarca dentro de los límites de las
normas sociales de interacción? ¿Cómo sería posible entonces, acceder a esa
acción que sólo es gatillada cuando las normas sociales quedan suspendidas? La
solución de la serie: utilizar los perfiles de quienes durante muchos años han
ingresado como huéspedes a un mundo ficticio que recrea escenarios como el
Oeste Norteamericano, el Japón del período Edo y la Italia bajo la ocupación
Nazi, donde ellos han podido expandir su conducta más allá de los límites que
el mundo real les permite. Esta información permitiría lograr completar aquel
conocimiento que, por ubicarse en los márgenes, le impide a Rebohean
modelar a la perfección el futuro, evitando las alteraciones al orden que él
mismo ha establecido.
Los sucesos de Westworld transcurren unos 40 años en el futuro, sin
embargo, en la actualidad el big data aparece como la gran herramienta
que permitiría comprender el comportamiento individual y social, haciendo uso
de las gran cantidad de información producida por la digitalización creciente
de los diferentes aspectos de la vida: comunicación, operaciones financieras,
entretenimiento, movilidad, entre muchos otros. El big data se instala
como la ventana definitiva hacia la comprensión de la acción humana, de forma
tal que ya no habría necesidad de, como investigadores sociales, insertarse en
el campo para poder investigar.
Pero, ¿cuáles son los límites del big
data? O, dicho de otra forma, ¿cómo superamos los límites de nuestro Rebohoam?
Un elemento esencial de la investigación es la capacidad de preguntar, sea para
actualizar interrogantes que se mantienen sin responder o para formular nuevas.
Esa capacidad de preguntar nace del sumergirse dentro del campo. Es la
capacidad de habitar nuestro campo de estudio la que nos genera ese impulso por
comprenderlo. Desde la femonomenología en adelante que hemos entendido esto.
Lo anterior, sin embargo, no termina
de responder la pregunta planteada. Cuando pensamos en la capacidad ilimitada
de comprensión que aportaría el uso creciente del big data para la
investigación social, nos falta deternos a preguntar qué sucede fuera de los
límites del big data: ¿qué ocurre con aquello que no está siendo
registrado, aquello que escapa a los mecanismos de recolección de información,
sea por falta de capacidad o por falta de interés?
El habitar nuestro campo de
investigación nos permite también traspasar los límites establecidos e ir en
busca de aquello que escapa a las grandes interrogantes, aquello que reside en
los márgenes, aquello que si bien escapa al interés general, demanda una
respuesta. Volviendo al ejemplo, Rebohoam siempre necesitará que habitemos y
cuestionemos los márgenes de nuestra humanidad para poder comprendernos a
cabalidad, un conocimiento que, probablemente, siempre estará más allá de su
alcance.
Un asunto de sentires: el rol de la intuición al hacer etnografía
Por Soledad Martínez
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 2 de junio de 2020)
Caminando junto a Trinidad, noviembre 2015
Entre agosto de 2015 y mayo de 2016 realicé el que ha sido, hasta ahora, mi trabajo de campo más extenso. En él aprendí de manera encarnada, en el cuerpo, acerca de la “intuición etnográfica” o la “sensibilidad etnográfica”. Estos términos hablan de una habilidad que la investigadora o el investigador desarrolla durante el trabajo de campo y que es una suerte de refinamiento de la capacidad de poner atención a las experiencias de las personas junto a las cuales investiga en el campo o “informantes”. En pocas ocasiones se explica cómo se cultiva, por eso aquí quiero contar algunos detalles sobre mi experiencia en el desarrollo de esa intuición.
El propósito de mi investigación era explorar el caminar cotidiano en Santiago de Chile, más específicamente, cómo variaban las experiencias y la práctica del caminar según las condiciones socioeconómicas de los lugares en los que las personas vivieran y por los cuales se movieran (no siempre coincidentes). Mi trabajo de campo consistió, principalmente, en acompañar a trece personas, seis hombres y siete mujeres, en varios de sus recorridos cotidianos, especialmente en aquellos realizados a pie y luego reflexionar junto a ellas y ellos acerca de sus experiencias.
Pasar de mis preguntas de investigación iniciales a algo que pudiera considerar una respuesta -aunque creo que en nuestras disciplinas buscamos abrir conversaciones antes que dar respuestas- me parecía que era como tratar de saltar sobre un abismo. Se me apretaban la guata[1] y el pecho. ¿Qué cambiaba en las experiencias de mis informantes y cómo? ¿Qué cambiaba en el cuerpo de las personas cuando las condiciones para caminar eran distintas? ¿Qué resonaba distinto en sus cuerpos cuando el caminar se volvía pesado, riesgoso, cansador, obligado, peligroso, difícil o, por el contrario, grato, reflexivo, dinámico, tranquilo, o entretenido? Esas preguntas rondaban mi cabeza todo el tiempo. Mientras más caminaba con mis informantes, la diversidad de sus experiencias más abrumaba mi comprensión. Los caminares de las personas me parecían un entrelazamiento complejo de cuerpos, movimientos, materiales, infraestructuras, políticas públicas, reglas, sistemas de transporte, gestión municipal, creencias, recuerdos, emociones, subjetividades, entre muchas otras cosas, que me dificultaba distinguir elementos concretos que me permitieran construir un relato sobre cómo la desigualdad socioeconómica afectaba la experiencia de caminar.
Necesitaba generar una intuición que me sirviera de guía para tejer ese relato. Al hablar de intuición me refiero a una forma de percibir las dinámicas entre los múltiples elementos que conforman las situaciones que buscamos comprender y que se cultiva al participar de esas mismas situaciones. Diría que es una sensibilidad que se genera de manera recursiva, es decir, gracias a la experiencia recurrente de situaciones similares o de situaciones que resuenan entre sí. El antropólogo Thomas J. Csordas (2007, p. 106) dice que la intuición y la empatía en el trabajo de campo se dan de la mano de una “transmutación de sensibilidades” que ocurre cuando se tienen experiencias particularmente significativas. En mi caso, estas experiencias estuvieron dadas por momentos en los que me sentí especialmente compenetrada con la vida cotidiana de mis informantes. Hay que decir que las intuiciones que cultivamos al hacer trabajo de campo no son infalibles y se crean a partir de nuestras propias experiencias, valores, prejuicios, miedos, esperanzas, etc. Sin embargo, en mi caso, fueron necesarias para poder moverme en el terreno y, posteriormente, dar cuenta de lo que estaba investigando. Era una forma de conocimiento sensorial que me guiaba al relacionarme con las y los informantes y, luego, al escribir sobre lo vivido junto a ellas y ellos. Otra antropóloga, Ruth Behar (2003, p. 23), reconoce que la intuición le ayuda a complementar los métodos que utiliza en su trabajo de campo: “No solo utilizaba los métodos observacionales y participativos de la antropología clásica, sino que las sutiles formas de conocimiento que se encuentran en los inefables momentos de intuición y epifanía”.
Al caminar y moverme junto a mis informantes, me familiarizaba con sus ritmos, sus preocupaciones, sus alegrías, o sus incomodidades (muchas veces mi propia presencia era una incomodidad). Escuchaba sus historias sobre caminatas pasadas, sobre los lugares que recorríamos y sus comparaciones con otros lugares ya caminados (barrios más bonitos, más feos, más seguros, más inseguros, otras ciudades, etc.). Observaba lo que nos ocurría. Más de alguna vez viví momentos que desafiaron mis habilidades como caminante. Me fui transformando. Esas experiencias e historias moldearon una intuición que me permitió sintonizar con las vidas cotidianas de mis informantes. Fui recolectando sensaciones que permitían que sus experiencias de caminar resonaran en mí.
Aun así, las preguntas que me apretaban la guata y el pecho seguían ahí. No fue hasta el final del trabajo de campo que tuve un momento de iluminación que deshizo ese nudo de inquietud. Ese día había invitado a Trinidad, una de mis informantes que vivía en una comuna de ingresos bajos y que solía moverse a pie por lugares cercanos a su casa, a hacer el camino de otro informante que vivía en una comuna de ingresos medios. Mientras caminábamos a media mañana por calles solitarias en un día nublado, ella me hablaba de las diferencias que sentía entre caminar ahí y caminar por los lugares cercanos a su casa que recorría habitualmente. Sobre todo, me hablaba de las posibilidades que imaginaba al caminar por estas calles y que no veía en su barrio: se imaginaba en el parque que estábamos cruzando, con su hijo, relajada leyendo un libro y su hijo jugando. Eso no era posible en la plaza de su barrio, no de la misma manera. Mientras me explicaba esto, su paso era tranquilo, sus hombros distendidos. Entonces la guata y el pecho, que se me apretaban por no poder describir qué cambiaba cuando se camina por lugares diferentes y bajo circunstancias distintas, me dieron un respiro: ¡esto es!
No fue una revelación mística, ni mucho menos. No salí corriendo y gritando ¡eureka! Ni siquiera lo consigné en mi diario de campo. Fue solo la certeza de que tenía que volver a ese momento. Era una intuición que terminaría de cristalizar luego en el proceso de análisis que consistió, en parte, en revisitar los videos y los audios, y entre ellos, de manera especial, el audio de esa caminata con Trinidad. Algo había en el relajo del cuerpo de Trinidad y en sus ensoñaciones que me ayudaba a avanzar en mi pregunta de investigación, no sé si hacia una respuesta, pero, al menos, hacia algo más concreto. Ese momento me ayudó a entrever dos elementos de la experiencia corporal del caminar que me permitían dar cuenta de cómo las condiciones socioespaciales de los lugares potenciaban o restringían las prácticas y experiencias de las y los caminantes: el ritmo y la atención. No entro aquí en mayor detalle sobre estos elementos, pero los enuncio para no dejar abierto el suspenso[2].
Para poder investigar una práctica corporal como el caminar, necesité que mi propio cuerpo fuese herramienta de investigación. Al caminar y moverme junto a mis informantes una y otra vez, y al reflexionar con ellas y ellos sobre sus experiencias, mis sensibilidades transmutaron de forma tal que pude intuir que ciertos momentos eran reveladores de los elementos que, finalmente, me permitieron entretejer una historia que se correspondiera con lo que había vivido junto a mis informantes.
Personalmente, creo que hay que abrirse a explorar las intuiciones. Incorporar nuestros sentires a nuestras prácticas de investigación, tanto al trabajo de campo, como al análisis, la escritura y las lecturas, puede darnos pistas importantes acerca de lo que buscamos comprender. Quizás nos ayude a generar reflexiones más honestas y valiosas sobre las vidas de las otras personas, que son también, al final, reflexiones sobre nuestras propias vidas.
Bibliografía/lecturas recomendadas:
Behar, R. (2003). Ethnography and the Book That Was Lost. Ethnography, 4(1), 15–39.
Csordas, T. J. (2007). Transmutation of Sensibilities: Empathy, Intuition, Revelation. In A. McLean & A. Leibing (Eds.), The Shadow Side of Fieldwork: Exploring the Blurred Borders between Ethnography and Life (pp. 106–116). Oxford: Wiley-Blackwell.
[1] Vientre, barriga.
[2] Para más detalles ver https://discovery.ucl.ac.uk/id/eprint/10069934/
Entrenar el cuerpo como medio y objeto en la investigación etnográfica
Por Paz Concha
(de la serie El cuerpo como dispositivo de investigación, 12 de mayo de 2020)
Todo trabajo de campo es siempre una actividad corporizada, es decir, no podemos separar nuestra corporalidad de nuestra capacidad de investigar. Por ello, cuando los participantes de nuestro campo están trabajando para generar ingresos, es crucial desarrollar competencias necesarias para performar ciertas tareas con nuestro cuerpo. Este entrenamiento es importante para desarrollar rapport con los informantes, o sea usar el cuerpo como un medio, pero también como un objeto o una herramienta para recopilar información al entender sus prácticas de trabajo y recolectar hallazgos y comprender corporalmente “cómo hacen lo que hacen” en un lugar y tiempo determinado.
En 2014, durante mi investigación etnográfica acerca de la escena de los mercados de comida callejera en Londres trabajé en distintos mercados con una empresa que los organizaba y en los puestos de comida cocinando y vendiendo. Este proceso de inmersión en el trabajo cotidiano de mis informantes requirió un aprendizaje corporal para insertarme en el campo y para comprender las prácticas de los participantes de mi investigación. Aquí conduje observación participante en el rol de asistente del encargado en terreno de los mercados de una empresa, con tareas de rutina como apoyar la administración del personal de aseo, guardias de seguridad y vendedores de comida, asegurándonos que cada puesto estuviera listo en el tiempo para abrir, que el lugar estuviera limpio y controlando las filas de personas que se amontonaban a la hora de almuerzo. Otras tareas tenían que ver con higiene y seguridad como asegurarse que todos tuvieran extintor o la señalética correcta de los alérgenos. También promocioné el mercado en redes sociales y entregué volantes en lugares aledaños para atraer más público. Conocí y conversé con muchas personas relacionadas con el manejo de la operación del mercado en terreno; aprendí “con las manos en la masa”[1] acerca del proceso de toma de decisiones y la difícil relación entre organizadores, vendedores y otros actores.
Tomar notas de campo largas o tan exactas fue muy difícil pues en terreno estaba moviéndome constantemente, buscando materiales, o conversando con múltiples personas en corto tiempo. Cuando había momentos más calmos, me concentraba en tomar la mayor cantidad de notas posibles en mi teléfono. Otras veces, usaba mis idas al baño para escribir palabras clave que luego pudiera recordar para completar las notas cuando llegara a casa. Tomé notas de las diez o doce personas nuevas que conocía en cada visita, sus roles, actividades rutinarias, usos del espacio, tareas e instrucciones, conversaciones con el administrador del mercado y los vendedores, conversaciones de clientes que escuchaba al pasar, actividades dentro de los puestos, entre otras. También tomé notas de las dificultades o problemas que iba encontrando en mi rol; una de las principales molestias fue trabajar en la calle por largas horas con gente pasando, tráfico, ruido, música, lluvia, viento, frío o calor y muchos otros estímulos. Estaba de pie desde las 8am hasta las 3pm. Luego, debía volver a la oficina en algunas oportunidades, lo que hacía que la jornada fuera larga e intensa. Además de ello, al volver a casa me ponía a completar las notas de campo que no había podido tomar. El desafío fue físico y mental, por lo que por lo general agendé visitas en días no consecutivos, excepto cuando trabajé en mercados de fines de semana, en que tenía que asistir ambos días.
La investigación corporizada fue realizada trabajando en colaboración con los actores en el campo también para el caso de los vendedores de comida. Con ellos trabajé en sus puestos y para esta labor discipliné mi propio cuerpo para realizar el trabajo, aprendí a cocinar comida india, malaya y hamburguesas, probando, oliendo, evaluando texturas, consistencias y temperaturas; aprendí cómo moverme dinámicamente y sin chocar a nadie ni desparramar comida en un pequeño puesto en la calle con tres o cuatro personas preparando y cocinando al mismo tiempo, cómo servir y cómo hablar con los clientes. Aprendí qué ropa y calzado usar para ir a trabajar y cómo si te paras sobre un cartón por ocho horas te duelen menos las rodillas que si estás sobre una superficie dura; cuándo y cómo usar guantes, en la mano derecha para cocinar o entregar el pedido y la izquierda queda libre para recibir el dinero, además de nunca olvidar usar moño. En este escenario, el entrenamiento incluía dolor físico (espalda, rodillas, hombros) por estar muchas horas de pie o realizando un movimiento repetitivo como revolver; y también incomodidad corporal como el hastío de los olores impregnados en mi ropa y en mi pelo durante y después de la observación, a veces por varios días a pesar de bañarme.
Compartir estas dificultades con los participantes me permitió desarrollar una relación más estrecha con ellos y obtener un acceso más profundo a sus prácticas. Esta confianza fue importante para acceder a realizar entrevistas en profundidad al final del terreno, con la intención de obtener más discursos reflexivos acerca de lo que se hacía y cómo. Sin embargo, esta posición corporizada en el campo no sólo fue usada como estrategia de acceso y rapport, sino también como una técnica de investigación en sí misma para conocer las prácticas de trabajo. Wacquant (2005) menciona que cuando se realiza etnografía en una modalidad de “aprendiz”, el cuerpo es “tanto objeto como medio de investigación” [traducción propia] (Wacquant, 2005, p. 465). Esto significa que la experiencia corporizada de las prácticas de los informantes no sólo es un medio para mejor acceso o para obtener una comprensión adecuada de la “cultura” de los participantes, sino es que “una técnica etnográfica de investigación e interpretación por derecho propio” (Ibid).
Para el caso de mi investigación, me permitió obtener tanto la inteligencia corporal que estaba siendo usada así como el lenguaje. El entrar al campo como aprendiz facilitó el poder obtener “el conocimiento ordinario que nos hace actores competentes” (Ibid, pp. 465-466). Este proceso de múltiples cálculos y curatorías fue aprendido y transmitido en y a través de la práctica constante y en el tiempo en el proceso de investigación. Al trabajar con mi cuerpo “on the job” pude observar las cualidades sensoriales de la práctica de generar mercados, desde los ritmos y las performances hasta la comida (color, tamaño, textura, olor, estética) y cómo éstas son un elemento importante en la generación de una escena de comida callejera con cualidades distintivas.
Bibliografía/lecturas recomendadas:
Madden, R. 2010. Being ethnographic: a guide to the theory and practice of ethnography. London: SAGE.
Wacquant, L. 2005. Body and Soul: Notebooks of an Apprentice Boxer. Oxford University Press.
[1] Esta sería la traducción más similar a lo que mis informantes llamaban aprender “on the job”, una expresión que se refiere a aprender en y a través de la práctica de la misma actividad. Esta forma de aprendizaje es bastante recurrente en las profesiones creativas y ha sido descrita en otras investigaciones acerca de intermediarios culturales.